Como una suerte de “bonus track” a la homilía del 8 de diciembre, el colega Ultima Hora nos hizo el regalo de una entrevista con monseñor Ricardo Valenzuela en la que el prelado expone la etapa preparatoria del documento leído ante el rostro demudado de más de un encumbrado asistente a la misa central de Caacupé.
No se puede refutar la arquitectura ética y moral del discurso. Valenzuela resume, con apego a lo más rancio del apostolado católico romano, todos los males que aquejan a la sociedad paraguaya, cruzada por desigualdades, corrupción e inmoralidades sin límites. El tono de su pronunciamiento escrito es medido, equilibrado, muy pensado. Pero en la entrevista introduce algunos conceptos sueltos que pueden inducir a la confusión cuando aborda el tema de la política, los partidos y su función institucional. “Cada vez se están dividiendo más y están dividiendo a la sociedad también” deduce el obispo, y subraya: “¿Qué clase de líderes estamos produciendo, dónde nos están llevando? Y parece que nos están llevando al abismo…”. Premisa, correcta. Conclusión, muy jugada.
La naturaleza de los partidos políticos es captar adeptos en torno a un conjunto de principios e ideas. Son asociaciones libres, de interés público, cuya misión es ser correa de transmisión entre los ciudadanos y el Estado, alentando su participación en la actividad democrática. Los partidos políticos, en su esencia misma, no dividen, representan intereses legítimos del ciudadano. El hecho de que estos intereses se manifiesten muchas veces en forma turbulenta no implica necesariamente el caos sino el libre cotejo de ideas y propuestas. Hace 30 años que utilizamos este mecanismo. Más de una vez hemos estado “al borde del abismo” y no por ello hemos dejado de ser República.
Los partidos no corrompen, lo hacen dirigentes inmorales tolerados por una ciudadanía sumisa. La democracia no es per se garantía de ética y buen desempeño si sus actores no lo demandan.
En el otro extremo, la iglesia católica -unidad monolítica que exige a sus adeptos obediencia vertical basada en dogmas- tampoco ha podido erradicar pústulas como la pedofilia enquistada entre sus servidores y la codicia de personeros a cargo del banco del Vaticano.
En suma, la democracia no divide, armoniza. No enfrenta, concierta. Siempre será mejor que una autocracia en su torre de marfil. Siempre.