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Los riesgos de hostigar a un dictador

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Por Cristian Nielsen

Ocurrió más o menos hacia 1969. 

El flamante Congreso elegido en 1968 a partir de la nueva constitución de 1967 mostraba una configuración inusual en cuanto al número de componentes aunque no en la proporción. La ANR copaba los dos tercios con más del 70% de los escaños en el parlamento ahora bicameral (hasta 1968 había sido unicameral), repartiéndose el restante 30% los partidos Liberal Radical, Liberal y Febrerista, este último, con una sola banca en Diputados.

Las sesiones llegaban a alcanzar altas temperaturas según los temas tratados. No se ahorraban epítetos, ni por parte del oficialismo ni por la oposición. Se denunciaban arrestos ilegales, violaciones de domicilios, desapariciones, corrupción, se hostigaba al dictador y a sus esbirros, etc. La oposición atacaba y el oficialismo defendía.

Todo esto ocurría en las plenarias. Pero sus ecos no trasponían los umbrales del viejo edificio del Cabildo, en donde la cámara alta estaba en la planta baja y la baja en la planta alta. En aquellos días, la televisión prácticamente no existía como medio informativo, las radios pasaban música y los diarios estaban sujetos a una rígida autocensura. 

Por eso salían los diarios partidarios, como válvula de escape.

 

“LOS SENADORES SON UNA MIERDA” – Una mañana, durante la sesión plenaria, el senador Carlos Levi Ruffinelli  -médico y catedrático universitario- se puso de pie e hizo una denuncia a voz en cuello. Dijo que “una manda de fieras” del departamento de Investigaciones había atropellado su domicilio particular en donde sólo estaba una de sus hijas. Buscaban la edición del semanario La Libertad para secuestrarla y quemarla, como se hacía en aquellos días. 

El alegato de Levi Ruffinelli subió de tono. “Cuando mi hija les gritó a los de investigaciones que ese era el domicilio de un senador de la República, le contestaron que ‘los senadores son una mierda’. Atiendan bien, porque mañana les puede tocar a cualquiera de ustedes…

Las invectivas no hacían mella en el duro cuero de los oficialistas. La prensa partidaria era perseguida sistemáticamente, algo común en la historia del Paraguay contemporáneo. 

En los archivos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos figuran toda clase de atropellos e iniquidades. En diciembre de 1961 –dice un informe de la CIDH- se denuncia la clausura de la radiodifusora Radioperiódico del Pueblo, dirigida por el Dr. Víctor G. Simón, y de la Emisora Mariscal López, de Manuel Chamorro Damus.  Una comunicación oficial del gobierno paraguayo aseguraba que “las audiciones del Radioperiódico del Pueblo habían quedado suspendidas por el carácter personal que en las mismas asumía el señor Simón” y en cuanto a la radioemisora Mariscal López, el gobierno sostenía que no había sido arbitrariamente clausurada “sino que su licencia fue cancelada por incumplimiento de las normas establecidas en el contrato de instalación y usufructo de la frecuencia radial”. El 30 de mayo de 1962, Chamorro Damus se asiló con toda su familia en la Embajada argentina. 

 

TIRIOS Y TROYANOS – La dictadura no tenía ningún empacho en comunicar, al organismo internacional que se le interpusiera en el camino, cual era el tratamiento que daba a los medios de comunicación. La siguiente es otra parte de la comunicación que el Gobierno hizo a la CIDH en 1962. Veamos la “clasificación”:

“Los diarios Patria y El País responden y apoyan la gestión gubernativa. Los diarios La Tribuna y La Tarde no tienen vinculación partidista u oficial. Los diarios Tribuna Liberal y La Libertad, pertenecientes a grupos del Partido Liberal, son francamente opositores. Igualmente, son opositores los semanarios Nande, El Enano, La Voz de Itapúa, El Progreso, El Imparcial, La Mañana, El Pueblo, Alón, El Orden y El Heraldo. 

A El Enano intentaron callarlo cortándole la luz y encarcelando a su director, Roberto Acosta Roló, a quien finalmente deportaron. A los demás les atropellaban la imprenta en donde se editaban, empastelando la tipografía y haciendo imposible la impresión.

 

EL PUEBLO Y COMUNIDAD – El caso de El Pueblo es singular. Fundado en 1957, logró sobrevivir hasta un par de años antes de la caída del régimen en 1989. “¿De qué se ríe El Pueblo” se pregunta Lorena Marina Soler, catedrática de la Universidad de Buenos Aires en su monografía  “La crisis del régimen stronista en las caricaturas del semanario del Partido Revolucionario Febrerista en Paraguay”. Soler dice que “la gran hazaña del semanario febrerista fue la de haberse convertido en una publicación política masiva que consiguió incluso autofinanciarse”, fenómeno que no habría de repetirse a partir de la caída de Stroessner. 

La investigadora puntualiza que más que los artículos de fondo, lo que la gente esperaba eran las caricaturas de Walter Direnna que lograron una renovación total del humor político gráfico. Tal vez la más impresionante fue la del Tiranosaurio, término con el que Roa Bastos rebautizó políticamente a Stroessner. La combinación de caricatura y contenido hicieron de El Pueblo una herramienta temible en la resistencia contra la dictadura. “Escriban lo que quieran pero no publiquen más esos dibujos” se quejaban los personeros del régimen. El suceso editorial de El Pueblo se reveló en los 90.000 ejemplares que llegó a poner en la calle cada semana, hasta su clausura en 1987. 

La otra ventana de oxigeno libertario la proporcionaba Comunidad, el semanario de la Iglesia que, tal como dijera Carlos Fontclara a El Independiente, “era uno de los pocos medios impresos que difundían las noticias de los hechos orillando la limitación impuesta por la tiranía”. En 1968, el semanario católico traspuso ese límite y fue clausurado. Lo siguió, en la misma línea de pertenencia, Sendero.

Victor Benítez, que escribía una columna en El Pueblo bajo el seudónimo de Puaj Lamugr, solía decir: “En el Paraguay hay libertad de prensa, si estás dispuesto a enfrentar sus consecuencias”.

Tal cual.

 

Equipo Periodistico
Equipo Periodistico
Equipo de Periodistas del Diario El Independiente. Expertos en Historias urbanas. Yeruti Salcedo, John Walter Ferrari, Víctor Ortiz.