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Compañero de viaje

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Por Cristian Nielsen

Cuando los rusos pusieron en órbita el Sputnik, hace hoy exactamente 63 años, yo vivía en un pequeño pueblo del suroeste de la provincia de Buenos Aires. La mamá de mi tía, que era una maravillosa abuela, se resistía a creer lo que le contábamos. “Mentiras, eso no es cierto” nos decía al puñado de mocosos de la familia que tratábamos de convencerla de que alrededor del planeta estaba dando vueltas un objeto construido por el hombre. Frente a nuestra insistencia, la “abuela vieja” amenazó con no hacer ese día sus tradicionales torrejas o, peor aún, los crepes que ella prefería llamar “pastures”. Francesa de los pirineos, sus panqueques no tenían rival en la cuadra. Así que mandamos al diablo el Sputnik y preferimos sentarnos alrededor de la cocina de leña a esperar aquellas delicias incomparables.

La irrupción del vagabundo soviético en el espacio exterior produjo toda clase de reacciones negacionistas en un mundo atónito e incrédulo ante la noticia.

¿Qué era aquello, una curiosidad, una amenaza? ¿Qué era eso de la “carrera espacial”?

COMPAÑERO DE VIAJE – Desde que rusos y norteamericanos pudieron apoderarse en 1945 de los restos de la depurada tecnología nazi de cohetes, las dos potencias sabían que tendrían por delante una dura carrera por la supremacía de lanzadores de media y larga distancia. La captura de varios ejemplares intactos de la (bomba voladora) V2, un vehículo hipersónico de corto alcance, fue para EE.UU. la llegada del maná del cielo que vino con un bonus extra: su inventor, Werner VonBraun. El científico alemán había diseñado su programa de cohetes con la idea de llegar a la Luna. Pero la guerra frustró sus sueños y sus ruidosos artefactos se convirtieron en armas letales con las que en vano el moribundo III Reich de Hitler intentó prolongar, ya que no ganar, la guerra.

Combinando experiencias, la Fuerza Aérea de EE.UU. se puso a trabajar en un vehículo propulsor que llamó “proyecto Vanguard”, probándolos en la novísima Cabo Cañaveral, en Florida. Cuando habían logrado el primer vuelo suborbital del cohete experimental, los soviéticos hicieron partir el 4 de octubre de 1957 del Cosmódromo de Baikonur el poderoso cohete R-7 Semiorka a bordo del cual viajaba una esfera de reluciente aluminio de 55 centímetros de diámetro con el nombre de Sputnik, o “compañero de viaje”.

A partir de ese día, con el brillante vagabundo espacial girando a su alrededor, el mundo cambiaría para siempre.

¿CÓMO EXPLICARLO? – Cuando Samuel Morse inauguró su telégrafo, su trabajo le costó convencer a los simples ciudadanos que aquello no era magia ni quiromancia sino ciencia.

¿Cómo? ¿Alambres que hablan?

El 24 de mayo de 1844 Morse transmitió desde Washington a Baltimore el siguiente mensaje: «What hath God wrought?» (¿Qué nos ha traído Dios?). No se sabe si Morse eligió esta cita bíblica al azar (del Libro de los números, del Antiguo Testamento) o para precaverse de cualquier acusación de brujería. Así de difícil era por entonces explicar una forma de comunicación tan disruptiva, tan apartada de todo lo conocido. ¿Cómo se conceptualiza una idea que aún no existe en nuestro pensamiento abstracto?

Con el Sputnik en órbita, se produjo un fenómeno bastante parecido, claro que poniendo a salvo lo que el filósofo y orador romano Cicerón definiría como “tiempos y costumbres”. La gente

se abalanzaba sobre sus aparatos de radio de onda corta para captar aquel misterioso bip-bip que se decía llegaba desde las profundidades del espacio exterior. Y que era generada por el hombre.

El problema era que seguir las andanzas de ese artefacto comunista era casi subversivo, equiparable a escuchar Radio Moscú o, un par de años después, sintonizar Radio Habana Cuba. Los boletines de la radio  se enredaban en explicaciones sobre “mediciones de la alta atmósfera”, “detección de radiaciones alfa” y extravagancias por el estilo. Iba a pasar mucho tiempo antes de que la gente aceptara eso de los satélites artificiales como algo común y corriente.

BASURA ESPACIAL – Hoy el mundo sería inconcebible sin satélites. Se los lanza por docenas. Comunicación, sensores remotos, agro meteorología, observación del espacio profundo, vigilancia… defensa.

Hasta nosotros, seis décadas después de la hazaña del Sputnik, tendremos nuestro satélite propio. Mientras tanto, hay unos 8.900 artefactos en órbita cumpliendo alguna función y otros 20.000 objetos inertes dando vuelta por ahí esperando turno para re-entrar a la atmósfera e incinerarse.

La magia y el misterio inaugurados por el “compañero de viaje” son ya un recuerdo.

Ahora, hay más basura que sueños en órbita.

Equipo Periodistico
Equipo Periodistico
Equipo de Periodistas del Diario El Independiente. Expertos en Historias urbanas. Yeruti Salcedo, John Walter Ferrari, Víctor Ortiz.