Según los antropólogos, el hombre empezó a comer carne hace unos 2,6 millones de años. Hasta entonces, la dieta de hojas, raíces y tallos a duras penas comestibles proporcionaba pocos nutrientes y la especie evolucionaba con mucha lentitud. La incorporación de proteína animal determinó el crecimiento de musculatura, completó el desarrollo del cerebro y acortó drásticamente el tiempo dedicado a la búsqueda de comida.
Con el paso de los milenios y la adopción de la agricultura, la humanidad pudo variar su alimentación y mejorar su constitución, habilidades y resistencia a las enfermedades. El hombre del neolítico (6.000 a 3.000 años antes de Cristo) ya era ganadero antes que agricultor. La especie no tendría hoy las características físicas y las competencias intelectuales que la definen si no hubiera aprendido a comer la carne de otros animales. Suena duro pero es la realidad: crecemos y nos mantenemos comiéndonos a otros habitantes del planeta, entre ellos, un sinnúmero de especies vegetales. Y a menos que en el futuro la humanidad sufra una mutación, su destino seguirá dependiendo de la disponibilidad de alimento en cantidades suficientes y de calidad apropiada.
Hemos aprendido a manejar la genética que nos permite intervenir en las cadenas alimentarias y aumentar la producción. El tomate que se conoció en Europa hacia el siglo XVI era un fruto pequeño y amarillo considerado venenoso. Hoy es grande, rojo y jugoso, aprovechable de mil formas y del que se produjeron 186.000 millones de kilos en 2021. Este ejemplo es válido prácticamente para cualquier rubro comestible, sea vegetal o animal.
La medicina vinculada a la alimentación no concibe una dieta sin carne, salvo excepciones muy específicas. Cada especie aporta su cuota de nutrientes. La carne vacuna, hierro fácilmente absorbible así como fósforo, potasio y una paleta completa de vitaminas. La carne de cerdo y de ave, proteína de alto valor biológico y limitados hidratos de carbono.
En Paraguay el consumo anual de carne vacuna es de 26 kilos por habitante. Pensar hoy en reducirla o eliminarla de la dieta es demoler parte de una compleja estructura alimentaria, para no hablar de la desaparición de una de las cadenas de producción más eficientes y de mayor impacto en la economía del país.
Y lo peor de todo, sin un solo argumento que lo justifique.