Por Cristian Nielsen
Reunidos en Congreso en 1884 en Chicago, los trabajadores norteamericanos decidieron plantarles bandera a los empleadores y exigir, cuando menos, la jornada laboral de ocho horas. Aquello fue un terremoto que atravesó a una sociedad fuertemente conservadora en sus estratos superiores pero en ebullición en las clases más vulnerables. Cuando los empresarios se abroquelaron en defensa del statu quo vigente, los trabajadores respondieron declarando huelgas en todo el país.
EE.UU. transitaba una etapa que arrancaba al final de la Guerra Civil en 1865 para extenderse hasta la culminación del siglo XIX. La conquista del oeste impulsó la construcción de la mayor red ferrocarrilera del planeta con demanda masiva de trabajadores mientras las ciudades concentraron gigantescos enclaves industriales con el mismo efecto, el empleo de mano de obra de baja o media calificación.
El conflicto era inevitable. En Chicago se produjo el 3 de mayo de 1886 como parte de las movilizaciones que se recuerdan como la revuelta de Haymarket Square, una protesta frente a la fábrica de maquinaria agrícola McCormick Harvester. Allí un grupo de huelguistas se enfrentó con trabajadores rompehuelgas (esquiroles) y elementos de la temible agencia Pinkerton contratados por la empresa. La represión fue brutal y dejó seis muertos y más de cincuenta heridos.
BOMBA, JUICIO Y HORCA
El caldero de violencia en Chicago había desbordado. Al día siguiente del episodio, el alcalde de la ciudad autorizó, en un intento por descomprimir la tensión, un mitin público de trabajadores en el centro neurálgico industrial de la ciudad en el que se aglomeraban frigoríficos y aserraderos, paradigmas de la opulencia empresaria. Todo transcurrió con normalidad cuando hacia el final del encuentro, la policía cargó sin motivo alguno contra la concentración de obreros desde donde partió una bomba que terminó con la vida de un agente.
Nunca se supo si el atentado había sido movido por la dirigencia obrera o respondía a un acto de provocación de infiltrados. El establishment reaccionó con una brutalidad inusitada. Los organizadores del acto fueron apresados en masa, enviados a prisión y juzgados por prácticas anarquistas. La calificación estaba dirigida en general contra el movimiento sindical y como ejemplo de que la reacción patronal iba en serio, ocho de los procesados fueron condenados a muerte. Cuatro fueron ahorcados y los demás, confinados en la cárcel en condiciones inhumanas.
La noticia dio la vuelta al mundo y tuvo repercusiones impensadas tanto por los impulsores del sindicalismo como por sus represores.
LUCHADOR Y POETA
Por esos días, el político, poeta, ensayista, periodista y filósofo cubano José Martí -a la sazón exiliado en Zaragoza- hizo este relato de la marcha al patíbulo de cuatro de los mártires de Chicago:
«Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcalde; al lado de cada reo marcha un corchete; Spies va a paso grave, desgarrados los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás, a la manera de quien va a una casa amiga; sacudiéndose el sayo incómodo con los talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor y ponen el pié en la trampa; las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas… Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos se caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando…».
Aquel relato que oscilaba entre el poema y el estremecimiento terminaba con este lapidario llamado: “Si no luchas, al menos ten la decencia de respetar a quienes sí lo hacen”.
ORACIÓN LAICA
Dando sus pasos finales hacia la horca, uno de los condenados dejó este pensamiento: “¡Yo no vengo a acusar ni a ese verdugo a quien llaman alcaide, ni a la nación que ha estado hoy dando gracias a Dios en sus templos porque han muerto en la horca estos hombres, sino a los trabajadores de Chicago, que han permitido que les asesinen a cinco de sus más nobles amigos!”.
Y finalizaba su oración laica:
“¡Hemos perdido una batalla, amigos infelices, pero veremos al fin al mundo ordenado conforme a la justicia: seamos sagaces como las serpientes e inofensivos como las palomas!”.
Así se rubricaban las horas más trágicas protagonizadas por los mártires de Chicago, hace hoy 136 años.