Se podrían entender las razones de seguridad en el viaje de un hombre de Gobierno, pongamos, el vicepresidente, si el vicepresidente fuera otro. Pero como es el Sr. Velázquez, el argumento pierde eficacia hasta transformarse en pura cháchara.
¿Cómo creerle a un señor que encabeza la comunidad de enganchados al poder más grande del país? Este señor está acostumbrado a vivir, él y toda su parentela, del erario público desde hace más de dos décadas. De manera que si ahora se usa un avión militar, con pilotos y combustible pagados por el contribuyente para hacer campaña política, ¿de qué seguridad habla? Es simple costumbre, como si el Estado le perteneciera a él y a su familia.
La angurria por los bienes públicos es una especie de síndrome que ataca a muchos paraguayos ni bien posan sus asentaderas en una oficina del Estado nacional, municipal o departamental. Su primer “acto de gobierno” es acomodar familiares directos, luego indirectos y así hasta saturar su entorno de parásitos.
Esta verdadera peste está tan extendida que hay sitios como el Congreso en donde ristras de hermanos están colgados del presupuesto con absoluto desparpajo. Hay grupos familiares habitando departamentos enteros que funcionarían mucho mejor con sólo un par de funcionarios.
Tanto el vicepresidente, como la casta que él representa por mérito propio, se defecan a diario en la ley de la función pública y, en especial, la 5.295 que castiga el nepotismo y que dice: “El presidente y el vicepresidente de la República quedan impedidos… de nombrar o contratar en cargos o empleos públicos, a cónyuges, concubinos y parientes comprendidos hasta el cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad… El que realizare un nombramiento o una contratación de servicios, en contravención a lo dispuesto en la presente ley, será sancionado con inhabilitación en el ejercicio de la función pública de hasta cinco años”.
Ya lo escuchamos al vicepresidente alegando esto o aquello respecto a la multitud de parientes y entenados que rebosan las planillas salariales del Estado. Pero aquí cabe un viejo adagio: “En el Paraguay somos pocos y nos conocemos todos”.
Este señor, que se apropia de los bienes de todos los paraguayos y los usa a su antojo, es el que encabeza el equipo que deberá reformar el Estado, toda una pieza humorística que no causa gracia a nadie.