Cristian Nielsen
Obras y escritores que me llevaron de la mano al mundo de la lectura.
Me voy a permitir, con permiso del amable lector como decían los escritores victorianos, contar mis primeras experiencias con la lectura.
Mi tío Ramón, de orgullosa estirpe vasca, tenía en su escritorio una enciclopedia titulada El Tesoro de la Juventud que primero tuve que limitarme a ojear (de lejos) y que recién pude hojear a los 9 años. Me fascinaban sobre todo sus grabados. Editada en 1915, todos los avances y novedades técnicas eran típicos productos de la segunda revolución industrial, un mundo lleno de palancas y máquinas a vapor.
A los 10 cayeron en mis manos tres libros en edición especial para jóvenes: Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, Robinson Crusoe de Daniel Defoe y El Ultimo de los Mohicanos, de J. Fenimore Cooper. Mi prima mayor era quien vigilaba que mis lecturas fueran las apropiadas a mi edad. Pero yo hacía trampas. Tenía otras lecturas que escapaban a la rígida censura familiar.
MERCADO CLANDESTINO
Las historias del indiecito y del hombre solitario en la isla podían ser muy edificantes, pero yo quería algo más. Así que entré al mercado clandestino de lecturas integrado por otros sujetos de mi edad y catadura.
Me aficioné a las noveles de cowboys. Por entonces estaban de moda las colecciones Seis Tiros y Bisonte, con personajes como Roy “Limpiezas” Evans, un pistolero que con su Colt 45 Peacemaker podía acabar con los malos de un pueblo antes de almorzar. Marcial Lafuente Estefanía era mi autor preferido, incluso cuando escribía bajo los seudónimos de Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce. Estas lecturas se combinaban con frecuentes incursiones por revistas como El Tony, D’Artagnan e Intervalo, con historietas y personajes de todas las raleas.
Por supuesto que tampoco faltaban las revistas hot. Esas sí que circulaban en la más cerrada clandestinidad bajo el riesgo de duras represalias. Claro que el más atrevido episodio de “Cabeza Fresca” sería un cuento para niños si lo comparáramos con algunos programas de televisión de hoy.
CLICK A LOS 13
Un día me llegó como regalo de cumpleaños Las Aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, que muy pronto se complementó con Un Yanqui en la Corte del Rey Arturo, del mismo autor, cuyo estilo ágil, burlón y desbocadamente imaginativo me atrapó de inmediato.
Pero entonces se produjo un click en mi itinerario de lector. Fue con la novela de Erich María Remarque Sin Novedad en el Frente, un relato autobiográfico de su vida en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La crudeza de las imágenes surgidas de un relato descarnado me llevó a otro mundo, tan cruel como inexplicable. Algo parecido me sucedería después con Germinal, de Emile Zolá, que describe el mundo de los mineros del carbón en la región francesa de Valenciennes durante el Segundo Imperio. Era una existencia miserable en las profundas vetas de carbón, algunas a 800 metros de profundidad en donde una explosión de grisú o una repentina inundación podía pulverizar o ahogar a cientos de personas.
Pero este realismo brutal lo compensaba con autores como Alejandro Dumas, Miguel Zévaco, Emilio Salgari y el mismísimo Julio Verne.
Dumas escribió a un ritmo vertiginoso. Dejó más de 1.200 obras. Sus biógrafos dicen que sus novelas son mas históricas que la historia misma. En Veinte Años Después, la continuación de Los Tres Mosqueteros, relata con lujo de detalles la ejecución del rey Carlos I, condenado a muerte por Oliver Cromwell y su dictadura puritana. La descripción literaria del monarca es tan puntillosa que sólo podría compararse con la caracterización que en los años ’70 haría el gran Alec Guiness en la película Cromwell, junto a otro grande del cine inglés, Richard Harris.
LOS PESOS PESADOS
Me fue muy difícil dejar de leer Las Uvas de la Ira, de John Steinbeck, una vez que arremetí con el primero de los dos tomos de la obra, un fresco magistral de la Gran Depresión de los años ’30 en EE.UU. y la emigración de los “okies” -agricultores empobrecidos de Oklahoma- hacia California. Tom Joad, el protagonista, encarna al primogénito de una típica familia rural que lo pierde todo y que emprende una odisea salpicada de aventura, tragedia y esperanza, todo al mismo tiempo. Simultáneamente me copé con los cuentos de Horacio Quiroga, entre los cuales El Almohadón de Plumas bate el record de las historias horripilantes.
Mi primer contacto con la literatura paraguaya vino de la mano de Augusto Roa Bastos con El Trueno Entre las Hojas y sus relatos algo malversados en la película del mismo nombre. Gabriel Casaccia me invitó a sumergirme en su universo torturado con La Babosa y el Guajhú.
Pero fue José María Rivarola Matto el que me llenó el alma con El Fin de Chipí González, una pieza teatral magnífica, hoy traducida al inglés y al francés. Rivarola era tan riguroso como zumbón. Una vez le preguntaron qué genero literario prefería, dada su versación como novelista, cuentista, dramaturgo y ensayista, a lo que contestó sin dudar: “La solicitada. Mucho que decir, poco espacio y muy caro”. Respuesta típica de un genio de la palabra.
Genios, vale agregar, que lo llevan a uno de la mano por la vida.