Fue a comienzos de los ’90, en los primeros tramos de la recién estrenada democracia, que un gran tribuno llamado Waldino Ramón Lovera advirtió sobre la crisis de representatividad que enfrentaba, ya por aquellos días, el modelo republicano. Lovera invitaba a sus colegas a reflexionar acerca de la razón por la que ocupaban aquellos sillones, para qué el pueblo los había colocado allí y qué esperaba de ellos. Pasó un cuarto de siglo y los síntomas sabiamente diagnosticados por aquel hombre de indudable integridad desembocaron en una enfermedad que se aproxima inexorablemente a la fase terminal.
La septicemia -reacción descontrolada del sistema inmunitario- de la que habla un conspicuo dirigente colorado no se limita a su partido. Es un estado crítico que afecta a todo el cuerpo de la República. Y el Congreso, con sus dos cámaras, es la vitrina que mejor expone todas las formas que adquiere este verdadero síndrome de pudrición institucional.
La crisis tiene todas las escalas imaginables. Va desde el minúsculo grano subcutáneo al tumor maligno. Puede asumir la forma de un diputado que confunde la gravedad de un recinto legislativo con eso que los españoles llaman un “puticlub” en donde ejercer su oficio. También puede metamorfosearse como una verdadera “hermandad de la costa” (sociedad de piratas) e ir al abordaje de tierras públicas y privadas bajo el disfraz de reforma agraria y justicia social. Tal vez el formato preferido y más rentable sea el de lobby de grandes intereses financieros y empresarios.
Quienes aman el cine pueden remitirse a la serie “Suburra, sangre sobre Roma”, clase magistral con fórmulas infalibles para lograr el branding ideal de ambiciones políticas y negocios sucios. Y sabrán qué precio merece un escaño según la ralea de su ocupante.
La piedra angular que cierra este arco de descomposición moral es la lucha por conservar el poder político, no importa a qué precio. Lo estamos viendo ahora mismo, cómo desde retaguardia y con engordadas chequeras, los poderes son moldeados a imagen y semejanza, desde el Palacio de López hasta la siempre desaseada Casa de Astrea, pasando por el cenagoso recinto legislativo. La República está enferma. La está matando un Estado rehén de poderosos que lo sangran implacablemente.
Y un pueblo moralmente inerme e insensible la está dejando morir.