Por Cristian Nielsen
Hay noticias que paralizan un país. Otras que paralizan el mundo. Cuando Anastasio Somoza, el dictador nicaraguense refugiado en el Paraguay, fue asesinado en plena calle, el país contuvo el aliento. Quienes vivimos aquel instante y sus consecuencias, recordamos perfectamente qué estábamos haciendo esa mañana.
“Hubo una explosión cerca de la pepsi” alertó un periodista de la redacción del diario HOY. Era el 17 de septiembre de 1980. El vehículo en el que viajaba el exdictador centroamericano había sido alcanzado por el proyectil explosivo de un lanzacohetes chino. El auto siguió andando por inercia hasta quedar atascado en el cordón de la vereda. Dentro de su habitáculo reventado por la explosión yacían los cadáveres de Somoza, de Joseph Baittiner una especie de asesor financiero y de César Gallardo, su chofer.
El país prácticamente se detuvo porque nadie podía imaginar cómo reaccionaría el Gobierno de Stroessner ante semejante hecho, protagonizado por un equipo de sicarios del Ejército Revolucionario del Pueblo de Argentina.
Un clima parecido, aunque más devastador, viviría el país 19 años después, cuando el 23 de marzo de 1.999 caía abatido a balazos el vicepresidente Luis María Argaña, dando paso a una semana de refriegas, muertes y brutales represalias en las plazas del Congreso y, finalmente, a la caída del Gobierno de Raúl Cubas Grau.
Ese fue otro momento en que quienes lo vivieron sabían exactamente qué estaban haciendo cuando Argaña era asesinado.
CAIDA DE LAS TORRES – Ni la llegada del hombre a la Luna, el 20 de julio de 1969, pudo paralizar al mundo de la manera en que lo hizo el atentado contra las torres gemelas del World Trade Center.
El derrumbe fue el climax de una jornada que empezó el 11 de setiembre de 2001 cuando a las 08.46 de la mañana de Nueva York, un avión de línea con 33 pasajeros, siete tripulantes y tres secuestradores enfiló hacia el complejo financiero convertido en un misil cargado con 43.000 litros de combustible.
Recuerdo perfectamente ese momento. Estaba en la redacción del noticiero de Telefuturo y en el televisor que sintonizaba, sin audio, una cadena internacional empezó a quedar fija la imagen de las torres gemelas, una de las cuales estaba coronada con un penacho de humo negro que iba creciendo en densidad. Uno tras otro los habitantes de la redacción fuimos concentrándonos en aquella escena, dejando de lado la rutina del día, cosa muy delicada para el cronograma de un noticiero. Pronto supimos que todo lo que estábamos planificando para la emisión del Meridiano informativo dejaba de tener importancia. Cuando “su majestad” la noticia se presenta, todo pasa a segundo término.
Comenzó así una jornada en la que toda la programación voló por los aires, nos declaramos en emergencia y nadie salió siquiera a fumar un cigarrillo.
GOLPE TRAS GOLPE – Fue uno de esos hechos continuos que no dan respiro. Mientras una de las torres quedaba envuelta en humo y llamas, comenzó a circular la primera hipótesis de un accidente protagonizado por una avioneta civil. “Imposible” argumentaba un bombero consultado por la prensa. Según él, la conflagración se extendía a varios pisos y empezaba a comprometer seriamente la estructura del edificio.
En medio de tales especulaciones, un segundo avión fue a estrellarse contra la otra torre. Ya no quedaba dudas sobre la naturaleza de aquel episodio. Nueva York estaba en medio del acto terrorista más demoledor sufrido no solo por la ciudad sino por el país entero.
Cuando la noticia empezaba a estabilizarse y se especulaba si aquellos edificios de acero, aluminio y vidrio podrían soportar el infierno de llamas, el terror saltó 364 kilómetros hacia el sur, a Washington, concretamente al inmenso edificio poliédrico sede del Departamento de Defensa. Allí, otro avión acababa de impactar contra una de las fachadas del Pentágono provocando muertes y enormes daños. Y eso no era todo. Un cuarto vuelo terrorista que tenía como destino el Capitolio de Washington caía a mitad de camino en un pequeño condado del estado de Pensilvania.
EE.UU. y el mundo vivían conteniendo la respiración y tratando de imaginar quien demonios había desatado semejante ola de terror.
EL FINAL – A las 10 de la mañana neoyorquina, la primera torre se derrumba, consumida por las llamas. Antes de que eso ocurriera, escenas de espanto sin limites se desplegaban en las pantallas de millones de hogares y oficinas del mundo entero: gente cayendo desde centenares de metros de altura, prefiriendo un final rápido arrojándose al vacío ante la perspectiva de convertirse en antorchas humanas.
Poco después colapsaba la segunda torre y algo más tarde, otros edificios aledaños. La jornada se saldaba con miles de víctimas. Nueva York quedaría cubierta por horas bajo una densa capa de nubes sobre la cual sobresalía la majestuosa mole del Empire State Building, que había recuperado de forma trágica su reinado sobre los rascacielos de la ciudad.
No hay forma de olvidar jornadas como aquel 11 de setiembre, el día en que el mundo cambió para siempre.