Expropiar tierras a valor de mercado, gestionarlas mal, abandonarlas a ocupantes de hecho, acumular intereses por falta de pago y procurar luego venderlas por chaucha y palito. He ahí la síntesis del Estado entrometido e inconsecuente con sus propios impulsos.
El denominado “caso Antebi” lleva ya un cuarto de siglo deambulando entre el Congreso, los juzgados y las oficinas gubernamentales. Mediante la ley 517 de 1995, el Estado le compró compulsivamente a la empresa CIPASA unas 270.000 hectáreas de una propiedad que en total tenía alrededor de 400.000.
Se suponía que allí el entonces Instituto de Bienestar Rural habilitaría varias colonias para pequeños productores en el modelo típico de la reforma agraria, es decir, lotes de 20 hectáreas. Fue en vano que los expertos advirtieran que aquellas tierras no eran aptas para agricultura y que solo admitían la cría de ganado.
Un primer intento de asentar colonos en un sector de 43.000 hectáreas cayó en el vacío. Nadie quería ir a un lugar desprovisto de toda infraestructura (caminos, luz, agua) y por añadidura, sólo bueno para las vacas. Finalmente y para acortar el relato, las colonias nunca se consolidaron, hubo que destinar 100.000 hectáreas a reserva natural y el resto, 175.000, fueron cayendo paulatinamente en manos de ganaderos y otros ocupantes de diversos “oficios”.
Aparte de esta obscena incapacidad para gestionar un plan armado a la ligera y sin rigor técnico, el Estado, siempre al borde de la inanición financiera, ha ido incumpliendo sus cuotas de expropiación acumulando intereses por mora. Es decir, sin haber saldado totalmente una deuda contraída sin sentido, entre 2015 y 2019 el Estado ha tenido que pagar solo en intereses US$ 5.700.000.
Varios presidentes de la República y un regimiento de presidentes del IBR-INDERT tuvieron que lidiar, y siguen haciéndolo, con una pelota tatá que quema las manos a cualquiera. Por un lado hay un expropiado que sigue golpeando la puerta a ver cuando terminan de pagarle y por el otro un montón de tierra que no sirve para nada, al menos para los fines de la reforma agraria. Ahora, una vez más, intentan deshacerse del fardo, vendiendo por monedas lo que compraron a precio de oro.
Alguien debería escribir, con este caso, el “manual del perfecto Estado inútil”.