El mal humor social es un estado de ánimo omnipresente en todas partes. Lo vemos expandirse, profundizarse y organizarse en forma creciente en prácticamente todo el mundo. Es casi como un símbolo de este turbulento siglo XXI que amenaza superar los brotes de violencia demencial que caracterizaron al siglo XX, “problemático y febril” como dice el tango.
Desde las multitudinarias protestas en la ordenada Hong Kong, pasando por los “chalecos amarillos” que agitan cíclicamente París, hasta las furiosas explosiones de violencia irracional en la bella Santiago de Chile, la gente ha tomado las calles para expresar públicamente su disconformidad por todo tipo de carencias. Ya sea para reclamar una apertura democrática (“Hong Kong no es China”), el cese de los aumentos de impuestos (“chalecos amarillos”) o el cierre de la brecha socioeconómica entre ricos y pobres (Chile), el denominador común de estas protestas es la invasión de edificios públicos, incendios de centros comerciales y devastación del mobiliario urbano. Caos, paralización de ciudades, heridos, muertos…
Cada uno de estos movimientos tiene un formato calcado uno del otro. Primero, una gran movilización ciudadana pacífica que apunta a presionar al poder político y obligarlo a negociar cambios. Entonces, en medio de la muchedumbre, se activan pequeños nucleos violentos previamente armados con bombas molotov, palos, cascos y mascaras antigás para enfrentar a la policía. De las marchas serenas y abigrradas, se pasa muy pronto al estallido violento y a la guerrilla. Así ocurrió en Buenos Aires cuando el Congreso trataba la ley del aborto. Faltó poco para que el neorenacentista edificio estallara en llamas. La Plaza de Mayo fue literalmente destruida. Lo mismo ocurrió en Quito con las protestas contra la suba de combustibles. Y Santiago sigue en llamas.
Este “modelo” es altamente contagioso. Sólo falta un loco suelto acechando alguna manifestación y comandando un batallón de choque instruido para hostigar a la policía buscando desatar el caos. Es la mano de obra barata que prefieren los políticos aventureros en busca de copar el poder y garantizarse impunidad. ¿Qué falta para que ganen? Que el poder legítimo se cruce de brazos y los deje actuar.
Nada más que eso.