La cuarentena y el aislamiento obligatorio, han demostrado ser un instrumento eficiente para luchar contra el virus chino desde un comienzo y por un buen tiempo. Siempre se supo que sólo serviría para frenar la difusión de la pandemia y preparar al sistema para cuando los contagios hicieran eclosión y pusieran a prueba el sistema sanitario. Lo habremos escuchado mil veces.
Pues bien, ese estadío ya llegó, los casos han empezado a desbordar los cauces iniciales y nada parece poder detenerlos, como ocurre generalmente en este tipo de emergencias. Mientras tanto, un país llevado al límite de sus disponibilidades económicas y de paciencia ha empezado a saltar la valla e ir en pos del sustento.
La renovación de la vigencia de la fase 3 hasta el 31 de agosto es, como dicen los redactores de proyectos de ley, de mera forma. Se aceptan sus términos porque es lo políticamente correcto. Pero hemos llegado al punto en que aquella frase acuñada durante el periodo colonial en América, “se acata pero no se cumple”, empieza a tener
una rotunda vigencia.
¿Qué se le puede decir a la yuyera del Mercado 4, al frutero de calle Ultima o al del puesto de “asaditos” de República Argentina y Eusebio Ayala? ¿Qué espere hasta setiembre, que tenga paciencia que ya llegamos? Toda esa gente está cansada de depender de un subsidio que gotea a los sacudones, que no alcanza para nada, y que no restaura la dignidad atropellada de esa mujer o ese hombre acostumbrados a llevar el pan a su mesa sin depender de dádivas ni generosidades estatales?
El trabajo genuino no tiene sustituto. Y las privaciones, el hambre y la vergüenza de tener que cruzarse de brazos obligatoriamente es una humillación que la gente decente enfrenta hasta que siente que ya basta, y que es hora de afrontar la realidad y los peligros que de ella deriven.
La gente sencilla, sin jubilación, sin seguro médico, sin salario fijo ni la miríada de privilegios inmerecidos que se auto regala el funcionariado público, siente que es tan peligroso enfrentar el virus como quedarse en casa sin hacer nada, expuestos a la miseria y a la dependencia de erráticas
dádivas oficiales.
La mayoría abrumadora de la gente que hoy sale a las calles no pide que le regalen nada, solo que la dejen trabajar.
La cuarentena ya no tiene sentido cuando las cartas están echadas.