He querido dar un título a esta tercera carta dirigida al pueblo paraguayo, en ocasión de la festividad de la Inmaculada Concepción de Caacupé: “Organicemos la esperanza”, expresión tomada de la homilía del Papa Francisco en la Misa de la V Jornada Mundial de los pobres, celebrada en la Basílica de san Pedro. Se trata de dar, mediante el compromiso social y político, las bases para aliviar el sufrimiento de los más débiles y carenciados de la comunidad humana. Este objetivo nos lleva a examinar nuestra realidad y proyectar las vías de solución.
En efecto, dos mil veintiuno es el año de la paulatina recuperación. Luego de la sacudida que recibió la humanidad entera con la pandemia y que todos lo sentimos plenamente en el 2020, este año se puede considerar como el tiempo que nos permite reponernos de esta negativa experiencia de vida.
Las secuelas de mediano y largo plazo de este mal universal comienzan a emerger en el campo de la salud física y sobre todo mental, así como también en la economía global y en la de cada hogar, especialmente de las familias necesitadas.
El año pasado lamentamos el fallecimiento de miles y miles de seres queridos. Muchos de ellos pudieron haberse salvado o vivir más tiempo, si la reacción gubernamental hubiese sido más acertada y no tan débil para enfrentar eficientemente el problema, tal como era de esperarse de quienes están investidos de autoridad en ese campo y a quienes las instituciones pertinentes pusieron a disposición los recursos y mecanismos necesarios para ello.
Según la concepción cristiana, la razón de ser de la autoridad es la de servir al pueblo porque Cristo expresó con claridad a sus discípulos que “el no vino para ser servido sino para servir y dar su vida como rescate por una muchedumbre” (Mt 20,28). De hecho, la verdadera grandeza no radica en ocupar los “primeros puestos” sino en ejercer la diaconía del “poder” como servidor de todos (cf. Mt 20,26-27).
Si aplicamos este concepto del ejercicio cristiano del poder, tenemos derecho a esperar con ansias que este año terminen definitivamente los fallecimientos por desidia, negligencia y corrupción en el sector de la Salud Pública porque creemos sinceramente que existen las condiciones para poner todo el empeño, la inteligencia y la voluntad para que así sea. Independientemente de ello, de la dedicación puntual respecto al problema del covid, sabemos que el Estado sigue teniendo una deuda social con la salud pública para la atención a las personas carenciadas, y por qué no también a todos, porque la atención en salud pública debe ser universal. No es justo que los altos miembros del Estado, en vez de usar los servicios de salud de la colectividad, gastan el dinero público en seguros privilegiados de la medicina prepaga, como si tuvieran naturalmente más derechos que el común de la gente.
La justicia, para la visión cristiana, es vivir según la voluntad de Dios-Padre, es decir, responder correctamente a una exigencia de relación, dando de comer al hambriento, atendiendo a los encarcelados, cuidando de los enfermos, protegiendo a los más vulnerables de la sociedad (cf. Mt 25,31-46). Cristo mismo vino “para que se cumpliera toda justicia” (Mt 3,15). Por eso, es justo que todo el pueblo paraguayo, sin excepción, viva con dignidad y tenga acceso a la salud.
Debemos recuperarnos de esta negativa situación y aprovechar esta dura experiencia para cambiar y hacer que el mundo, y nuestro país, sean más habitables, un mejor lugar donde compartir la vida y los bienes que Dios prodigó para todos (cf. Gn 1,26-30). Procesemos los malos momentos vividos, las experiencias dolorosas y unamos nuestras potencialidades para dar fuerza a quienes aún se sienten débiles. Caminemos juntos, al decir de nuestra conocida canción: “juntos como hermanos, miembros de una Iglesia, vamos caminando al encuentro del Señor”.
Hay tantas interrogantes y confusiones creadas con la pandemia, y ante la necesidad de rescatar y fortalecer las líneas rectoras de una vida plena sobre los principios sólidos de la humanidad, nos asiste el Evangelio de Cristo y las enseñanzas del Papa Francisco que divulgó, en el transcurso del año, el pensamiento claro y contundente de la Iglesia Católica en casi todos los temas conflictivos de actualidad.
Con la humildad que caracteriza a los grandes pastores, el Papa apela, ruega y pide por un mundo mejor, un mundo en el cual estamos incluidos y por ende con responsabilidades y tareas concretas a cumplir como ciudadanos cristianos.
Con extraordinaria lucidez el Papa Francisco se pregunta ante el dolor de hoy ¿Qué se nos pide a los cristianos ante la realidad de la pobreza, de la violencia, de la discriminación y de la desesperanza? Se nos pide —responde él mismo— que “alimentemos la esperanza del mañana”.
Ya lo he indicado al inicio que el contexto de esta exhortación del Papa fue la Jornada Mundial de los Pobres, donde pidió que los cristianos “organicemos la esperanza, traducirla en la vida concreta de cada día, en el interés por los demás, en las relaciones humanas, en el compromiso social y político” y en la vida eclesial.
Con la pandemia descubrimos que además de ricos, somos todos al mismo tiempo pobres. La riqueza no se trata solamente de fortuna, de dinero, de bienes y consumo, así como la pobreza no se trata solamente de no tener dinero ni bienes en abundancia. La pandemia nos puso a todos en un mismo plano, tanto a ricos como a pobres. Ricos que pudiendo comprarlo todo, no encontraron forma de salvarse o de salvar a los suyos; y pobres que, aun contando con todo el apoyo, tampoco pudieron salvarse ni salvar a los suyos. El dinero y los bienes materiales ayudan mucho cuando son bien empleados y adquieren dimensión social; sin embargo, cuando se los considera como fin y no como medio es idolatría (cf. Mt 6,24).
Hubo momentos en que la esperanza estaba perdida. Hay gente que perdió mucho y que todavía vive en el dolor de esa pérdida, a lo que se debe agregar la incertidumbre sobre el mañana. De ahí la importancia extrema de la propuesta del Papa Francisco de “organizar la esperanza”, de no dejarnos llevar por el pesimismo, de no hundirnos con los problemas y de encontrar en lo que sea -aunque fuere una tragedia- una esperanza para el mañana.
Para cimentar nuestra esperanza será necesario -haciéndonos eco siempre de las palabras del Santo Padre- que los políticos y los gobiernos dejen de lado el sectarismo, los privilegios, a veces exagerados, la riqueza mal habida, y “trabajen por el bien común” buscando ajustar el modelo económico del país a uno que tenga rostro humano.
¡Basta de mezquindad, basta de excesiva acumulación del dinero y de los recursos en pocas manos! que tiene su contra parte en la exclusión de muchos. Recordarán todos que, al inicio de la pandemia, con el susto natural, se hicieron muchas y lindas promesas de reforma; la mayoría de ellas quedaron en el olvido.
Tenemos la obligación de “organizar la esperanza” en el Paraguay para dejar atrás los efectos de la pandemia y para poner punto final a la epidemia nacional de la impunidad, porque la corrupción también mata, aunque para ello no adquiere una forma similar al Covid-19. Y como toda enfermedad, es posible también encontrar la forma de curar la corrupción. Si las instituciones pertinentes se declaran incompetentes para ello, es deber primero de los gobiernos y después de la responsabilidad ciudadana encontrar la manera de extirpar este mal.
No es fácil que un corrupto se arrepienta y cambie porque ha entrado en un fango que lo absorbe y lo ahoga. No obstante, las Sagradas Escrituras nos enseñan el ejemplo de Zaqueo que siendo un corrupto recaudador de impuestos encontró en Jesús la ocasión de su conversión con efecto social porque se propuso dar la mitad de sus bienes a los pobres y devolver 4 veces más de lo que ha robado (cf. Lc 19,1-10).
Comencemos a construir la esperanza del mañana con un cimiento sólido, que sea inamovible: el presupuesto de la nación, quebranto de todos los años y que, al parecer, solo interesa a unos cuantos que están prendidos de él para un buen vivir a costa de los demás. Este presupuesto tiene que ser de interés de todos nosotros porque es el cálculo de lo que se hará con el dinero de todos los contribuyentes. De todo lo que se va a gastar con ese dinero.
Pero resulta que desde hace unos doce años ese presupuesto es deficitario, lo que significa que se endeuda al país sin respaldo. De esa manera, como consecuencia, el endeudamiento aumenta año tras año. Todos sabemos lo que pasa cuando gastamos más de lo que ganamos, y lo que pasará en el futuro si continuamos sin planificar bien dando prioridad a aspectos superfluos. Falta más compromiso de quienes aportan a este presupuesto y falta cortar las ambiciones de quienes quieren más y más sin importarles que no haya de dónde sacar más.
La pandemia se llevó gran parte de la deuda contraída en nombre de la salud pública y luego de algunos tejes y manejes solo gozan de buena salud quienes se alzaron con casi todas las licitaciones y compras sobrefacturadas de emergencia para supuestamente responder con eficiencia a los rigores del covid. Es necesario organizar con más firmeza y eficacia la aplicación de la ley a quienes la infringieron para quedarse con la mayor parte del presupuesto de salud en tiempos de plena pandemia. Por eso, necesitamos un Poder Judicial verdaderamente independiente y no subordinado a personas influyentes y grupos de poder. Si no funciona la Justicia, la democracia es solo nominal, la cual cede su puesto a una anarquía.
También, esperamos sinceramente que quienes ingresaron con ímpetu por selección o acuerdo a los más altos estrados judiciales se empeñen en hacer justicia, tal como prometieron hacerlo antes de ser designados. Tendrán suficientes oportunidades para demostrar que ingresaron por méritos propios y no por otros medios. Ojalá que la forma habitual de acceder por cupos o turnos, o por lealtades partidarias, amistades o parentescos a los altos y delicados cargos termine finalmente como resultado de una mayor conciencia y participación ciudadanas. Sólo una ciudadanía despierta, alerta y movilizada en torno a los principios inmutables hará que nuestro país sea el lugar común de la convivencia civilizada, el respeto y el amor al prójimo.
De igual forma, estamos expectantes de los primeros pasos de las nuevas autoridades municipales, elegidas en elecciones libres el 10 de octubre pasado. Recalco lo de elecciones libres porque ejercer la libertad es un compromiso cívico que requiere cierto valor ciudadano. Ese compromiso, esa responsabilidad, esa libertad no se acaba con el derecho de elegir, que es apenas el inicio; continúa con el deber de controlar y exigir a los elegidos a cumplir sus planes y que estén apegados en todo momento a la ley. El pueblo, en definitiva, es el verdadero contralor de los gobernantes.
Tantas historias negativas conocemos de las administraciones municipales. Principalmente historias de latrocinios, que la justicia ignora. Y nos preguntamos, ¿qué pasa con las familias de estas personas: intendentes, concejales, administradores cuestionados, ¿denunciados y casi nadie condenado? ¿No están enteradas estas familias de lo que todo el mundo sabe? ¿No sienten vergüenza de que sus padres, cónyuges o hermanos estén en boca de todos?
Si la justicia está raquítica y dominada por intereses políticos como para no ver absolutamente nada de lo que se malversa al pueblo, es necesario construir trincheras de protección a la familia de modo que ella no sea contaminada de la misma forma, por el mismo virus. Que la familia vuelva a ser, como antes, el germen de las virtudes humanas, donde se aprende a respetar y a ser respetado, a amar y a servir a los demás.
Señores intendentes y concejales electos, a la hora de hacer sus nuevas tareas, tengan presente su compromiso con la fe, con el pueblo y con sus familias. Ellos tuvieron el derecho y la libertad de elegirlos, pero también tienen el derecho de sentirse orgullosos de ustedes, de la decisión que tomaron al elegirlos. No los defrauden, no renuncien a poner, aunque sea un granito de arena, para construir el cambio en el país. Acuérdense que están para servir a sus comunidades y municipios!
Estimados hermanos y hermanas
La violencia siempre estuvo presente en las disputas políticas para acceder al poder, como una forma de dirimir las diferencias, pero esa forma de tomar las armas en nombre de las instituciones para hacer valer la razón de una de las partes quedó en el pasado. Al menos, esa forma de resolver las cosas por medio de cuartelazos, golpes, traiciones y guerras civiles. Siempre debe imperar la fuerza de la razón y no la razón de la fuerza.
Hoy por hoy la violencia adquiere otras formas, como la que implementan los forajidos del Norte, secuestrando, asesinando a personas inocentes, y extorsionando a las instituciones al punto de mantenerlas maniatadas, sin mucho margen de respuestas legales. Esa es la triste realidad que soportaron varias familias y soportan, hoy, las familias de Oscar Denis, Félix Urbieta y Edelio Morínigo, secuestrados y sin noticias ciertas para sus atormentados allegados. En nombre de ellos y de quienes fallecieron en manos de los delincuentes tras conocer el tormento del secuestro, y de todas aquellas víctimas de la violencia, elevamos nuestras súplicas a Dios Todopoderoso, a Nuestro Señor Jesucristo y al Espíritu Santo; y hoy, en su día, a la Virgen de Caacupé para que descansen en paz y que sus nombres sean reivindicados por la justicia terrenal, para que de esa forma reine la paz en el corazón de cada uno de sus familiares.
A quienes permanecen con vida, pero prisioneros de la fuerza ilegal y criminal, nuestras oraciones inagotables por un retorno a sus hogares. Una vez más, nuestra voz de aliento a las fuerzas del orden y la ley a extremar sus esfuerzos por liberarlos cuanto antes y que sus actos estén guiados por el valor y las mismas esperanzas de las familias en recuperar con vida a sus seres queridos. No existe ninguna razón para abandonarlos.
Es necesario, queridos hermanos, que nos demos cuenta de la necesidad de cambio en nuestro país como generador de violencia. La repetición de los mismos males durante años, décadas, inclusive siglos crea no solamente un sentimiento de frustración personal sino también de resentimiento social.
El oportunismo y la picardía política de las elites partidarias hacen que la educación pública sea relegada todas las veces. Sin importar el signo político de los gobiernos de turno, nuestra educación siempre es calificada en todos los exámenes internacionales de pésima y atrasada. No obstante, parece haber señales del inicio de un proceso de renovación de la misma, ante la ya triste evidencia: niños sin terminar la primaria, jóvenes que buscan trabajo en condiciones de analfabetos funcionales y adultos condenados a vivir el resto de sus vidas sin competencia y por ende sin poder aprovechar las oportunidades existentes.
Frente a este cuadro es fácil deducir que la violencia es el refugio natural de la franja marginal de la población excluida y se explica que la disputa por el poder, en vez de una búsqueda de servicio, sea el más cómodo acceso al manejo de la corrupción para ejercer control y dominio de la pobreza.
El país necesita cuanto antes cambiar. Cambiar el perfil de sus líderes. No cambiar personas simplemente. Necesitamos líderes íntegros, honestos, con mentalidad sana, confiables, comprometidos con la verdad, serviciales y ambiciosos con el cumplimiento de sus planes y promesas empeñadas. Ya no debemos dejarnos engañar ni engañarnos nosotros mismos. Todos tenemos la capacidad de discernir y de reconocer en el otro su intención, su trayectoria de verdad o mentira, sin necesidad de hurgar demasiado, como dice el evangelio: “Lo hemos reconocido al partir el pan” (cf. Lc 24,13-35).
Paraguay, nuestro querido país, tiene grandes desafíos por delante. Necesitamos conservar nuestra condición de pueblo cordial y solidario; rescatar la tradición de hospitalidad y el valor de la palabra, el respeto a los niños, las mujeres y a los abuelos.
Urge volver a predicar con el ejemplo de los padres, de los hermanos mayores y sobre todo de las figuras públicas. El ejemplo de arriba es una escuela insustituible: rescatar los valores de la “escuela de antes” y enriquecerla con la riqueza de la “escuela de ahora”, como lo hace el sabio escriba que se hizo discípulo de Cristo y sabe sacar de su arca cosas nuevas y cosas antiguas (cf. Mt 13,51).
Necesitamos de la confianza de personas con valores de antes y de personas con la inteligencia y preparación de ahora para enfrentar los desafíos del mañana. El mañana comenzó ayer, pero la gran fecha sigue siendo el año de la renegociación del Anexo C de Itaipú, cuyo tratamiento y negociación ya comenzaron y de las cuales apenas conocemos algunas pequeñas cosas que se filtran. Necesitamos, además, patriotismo para tratar el tema y para exigir a quienes negocian y negociarán nuestro futuro. No demos pasos en falso que condicionen el porvenir de la nación.
Queridos hermanos y hermanas
“Organicemos la esperanza” entre todos. Que nadie se excluya de esta misión y que nadie lo impida tampoco. En el Año del Laico, iniciado recientemente, reivindicamos su misión como la tarea de desplegar sus capacidades en la cultura, en la ciencia, en las artes, en la economía, en la política, en los medios de comunicación y en la familia.
A pesar del dolor de nuestras pérdidas, tenemos el deber cristiano de levantarnos y andar; de trabajar y hacer bien las cosas, cada uno en nuestras áreas, de contagiar esperanza a los demás, de levantarnos nuevamente si volvemos a tropezar, y de avanzar siempre en la formación de nuestra integridad física, moral y espiritual, de promover el servicio a los demás, en nuestra madre Iglesia y en la Patria toda. No existe fuerza terrenal que pueda detenernos en este propósito, pues “si Dios está con nosotros quién podrá contra nosotros” (cf. Rom 8,31).
Que así sea por el bien de nuestro querido país.