Por Cristian Nielsen
La publicidad radial decía: “Estamos llegando”. Habrá sido, más o menos, por el mes de mayo de 1967 y en La Tribuna, el matutino por excelencia de esos días, la aparición de una competencia directa no parecía inquietar demasiado. Su director propietario -como se decía en esos días- vivía envuelto en nubes de incienso sedante sahumadas por su entorno directo.
“No se preocupe, don Arturo, no van a durar seis meses, un año a lo sumo. Son una docena de accionistas y se van a pelear enseguida”.
El augurio funcionó en parte. El nuevo diario apareció el 8 de agosto siguiente y fue una sorpresa total. Se inauguraba un lenguaje nuevo, offset, tabloide, colores y, a la primavera siguiente, una edición perfumada. En La Tribuna, los correosos veteranos ajustaban sus pronósticos y sonreían socarronamente ante el advenedizo que se atrevía a desafiar al “decano de la prensa nacional”.
COMO ERAMOS
La Tribuna había sobrevivido hasta entonces molestando lo menos posible al
régimen. Carecía de editorial, su primera plana tamaño sábana estaba llena de noticias
internacionales y la información política se limitaba a simples noticias asépticas. “Realizóse
convención liberal” era un titulo típico. O bien: “Jefe de Estado inauguró escuela”.
La información económica se limitaba a unas cuantas crónicas sobre agricultura y ganadería, con precios de productos como gallinas (la yunta), huevos, carne, grasa de cerdo, etc. Las últimas páginas -tenía doce, equivalentes a 24 del formato tabloide- estaban dedicadas al deporte, sección que regenteaban Julio del Puerto, Fernando Cazenave y periodistas de talla semejante, verdaderos fórmula uno que pedían pista desesperadamente.
El viejo caserón de la calle General Díaz les quedaba demasiado chico.
La Tribuna incluía el infaltable “Cómo me irá hoy”, una especie de horóscopo descafeinado de gran demanda. La gente pedía prestado el diario sólo para leer su cuadrito con augurios tan naif como “piedras en tu camino”, “pesares pasarán” y naderías por el estilo.
Tampoco faltaban las historietas como la norteamericana Periquita, de Ernie Bushmiller y las argentinas Avivato, Ramona y Tarrino. Los domingos venía, a modo de bonus, el portentoso Suplemento Cultural con artículos de difícil digestión pero que completaban un combo bastante aceptable. El resto del espacio se completaba con avisos cuadro y clasificados, estos últimos, el más poderoso instrumento de venta de aquellos días.
Para tener una idea del clima que regía en aquel verdadero dinosaurio del periodismo, cualquier innovación propuesta a su director propietario recibía el lapidario “eso se hará cuando sea su diario”. Y allí terminaba la historia.
ENTONCES, ABC
ABC no era solo una novedad formal sino que presagiaba un planteo nuevo en
contenidos. Su primera etapa no fue lo que se dice un desafío al poder omnímodo de Stroessner sino más bien un precalentamiento “amistoso”.
El pronóstico formulado en La Tribuna ante la inminente aparición del nuevo diario fue correcto.
No sé si fueron seis mes, uno o dos años, pero el directorio original fue disolviéndose hasta quedar sólo uno, Aldo Zuccolillo. El proceso no significó la desaparición sino el lanzamiento definitivo del diario.
Con Angel Arias en la administración, aquel dúo convirtió la redacción en una fragua de contenidos y el departamento comercial en una máquina de producir avisos y en una matriz de nuevas agencias de publicidad. Así armado y pertrechado, el diario estuvo en condiciones de soltar amarras, cortar el cordón umbilical con el régimen y convertirse con el tiempo en icono de la prensa inquisitiva e investigadora.
La Tribuna sobrevivió algunos años más. Ante el desafío offset-tabloide, la vieja impresora de cilindros (probablemente una Koenig&Bauer) fue reemplazada por una gigantesca Goss Universal, capaz de imprimir 32 páginas tamaño sábana en blanco y negro o 16 con ocho en colores.
El sistema seguía siendo “de impresión en caliente”, alimentado por linotipos, matrizado en plomo y “tejas” de igual material montadas en la impresora. Seguro, firme, eficiente… pero totalmente anacrónico. El dinosaurio se negaba a morir.
LA AUTOCENSURA
Ya sabemos quién ganó la batalla tecnológica. La derrota de La Tribuna fue rápida y contundente. En 1975 el diario sacó una edición extraordinaria celebrando sus 50 años.
Fue como el canto del cisne. De allí en más todo fue decadencia.
Resurgiría como el ave Fenix de la mano del “proyecto Paciello”, una guapeada que el Dr. Oscar Paciello encabezó tratando de salvar lo salvable. La redacción de aquellos días, creo sinceramente, no ha vuelto a replicarse.
Era un modelo de gestión de contenidos, adelantada a su tiempo para el Paraguay, con liderazgo claro y fuerte carga intelectual y profesional, peleándole a ABC el mercado informativo. Pero el proyecto Paciello tenía una falla estructural: escaso oxigeno financiero y casi nula capacidad de producción comercial.
Sostener aquel heroico intento se volvió inviable.
Pero su aporte, aunque fugaz, fue invalorable, porque contribuyó a dinamitar lo más corrosivo que tiene esta profesión: la autocensura alimentada unas veces en la comodidad empresarial (no molestar al poder) o en el miedo a la represalia, instrumento preferido de las dictaduras.
Me considero afortunado de haber sido testigo de los últimos días de una forma de hacer diarios -en todos los sentidos- y del nacimiento de una nueva era, una transición que no se agota en lo tecnológico.
Creo que ha sido, esencialmente, un salto de la penumbra a la libertad.