Cristian Nielsen
Las décadas de los años ’50 y ’60 tomaron de sorpresa a más de un planificador de estructuras de comunicación. La Segunda Guerra Mundial impuso una pausa brutal a los negocios que no estuvieran vinculados con el esfuerzo bélico del cual, paradójicamente, iban a salir todas las respuestas a la mayor parte de las transformaciones en materia de comunicaciones.
Hasta 1939, año de inicio de la guerra, las líneas de transatlánticos eran las grandes señoras de los viajes. Destacaban, por brillo propio, las británicas Cunard y White Star Line, con sus lujosos transatlánticos. La primera registraba los históricos Lusitania (hundido en 1917 por submarinos alemanes) y Mauritania, y en la posguerra, las emblemáticas “queens”, Queen Mary y Queen Elizabeth. Viajar en los elegantes Cunard, en especial en primera clase, sobrepasaba todo lo deseable en lujo y confort. La White Star, sin embargo, no sobreviviría el hundimiento del legendario Royal Mail Service Titanic, que juntamente con el Britannic encabezaba su flota de gigantes del mar. En 1934 arrió su bandera y fue absorbida por la Cunard.
Esta sociedad aparentemente invencible fue sin embargo desafiada por grandes competidores surgidos tras la guerra, como la Società di Navigazione Italia para su Andrea Doria y la francesa Compagnie Générale Transatlantique para su lujoso Normandie (dos veces el Titanic). Como para no quedar atrás, la United States Lines puso en servicio en 1952 un barco doble propósito: pasajeros en tiempos de paz, soldados en tiempos de guerra, una “solución” típicamente emergente de la experiencia WWII.
FIN DE UNA ERA – Toda esta enorme inversión en barcos, muelles, logística en tierra, personal y mantenimiento iba a ser puesta a prueba con la aparición de los primeros “clippers” del aire, los aviones de pasajeros. Se recordará que, según la historia oficial, el Titanic chocó con un iceberg por culpa de la alocada carrera que el presidente de la White Star, Bruce Ismay, obligó a correr al capitán del transatlántico. La idea era impresionar al mundo con viajes rápidos, cómodos y lujosos. Pero por mucha velocidad que imprimiera a su buque, ningún comandante lograría cruzar el Atlántico desde Southampton a Nueva York en menos de cinco días.
Esa ilusión de rapidez habría de romperse a principios de los años ’50 cuando el clipper DC6-B de la Douglas Corporation inició una carrera de velocidad con el elegante SuperConstellation de Lockheed. Bajar de seis días de navegación a 11 horas de vuelo con los aviones de pistón, 7 horas de los jets subsónicos y finalmente las 3 horas del supersónico Concorde iban a hacer pedazos el viejo estilo de viajar.
MÁS QUE VIAJAR, ESTAR – En su comedia “Siete gritos en el mar”, Alejandro Casona filosofa: “Volar no es una manera de viajar sino de llegar”. He ahí la brecha en el negocio que las antiguas líneas marítimas encontraron para reinventarse y salir al mundo con nuevas propuestas.
Nadie, al decir de Casona, intentaría “llegar” a algún destino de negocios abordando uno de esos cruceros monumentales que vagabundean planificadamente por destinos turísticos de ensueño. Así como el ideal del servicio aeroportuario es lograr que el pasajero esté el menor tiempo posible en tierra, el negocio de los grandes operadores de cruceros es que el viajero esté a bordo todo lo posible y limite sus incursiones por tierra a solo algunas horas. Mientras tanto, la estancia en la nave es un inacabable festival de espectáculos musicales, bares temáticos, centros nocturnos con música de toda clase y tragos alucinantes, piscinas acondicionadas y, sobre todo, un delirante desfile de exquisiteces
gastronómicas. Un humorista argentino reflexiona al respecto: “¿Viste que la gente que viaja en esos cruceros no te sabe decir dónde estuvo pero sí todo lo que comieron? Para mí esos cruceros son como un feed lot (engorde de vacunos) flotante”.
NO PESCARON LA ONDA — En 1963, el Gobierno firmó un contrato con España para la construcción de dos motonaves de pasajeros: Presidente Carlos Antonio López y Presidente Stroessner, que luego de 1989 pasaría a llamarse Bahía Negra. Ambas naves podían transportar 324 pasajeros “con todas las medidas de confort de la época” según aseguraba el astillero Celaya del País Vasco. Estaban preparados para cubrir el trayecto Asunción-Corumbá y Asunción-Buenos Aires. Un proyecto grandioso pero con un defecto de nacimiento, el mismo que hundiría a las viejas líneas transatlánticas europeo-norteamericanas: obsolescencia.
Cuando empezaron el servicio, Asunción y Buenos Aires ya estaban unidas por los veloces jetliners DeHavilland Comet IV de Aerolíneas Argentinas, única ruta comercialmente rentable, en principio. “Llegar” en una motonave era impensable y en cuanto al servicio de a bordo de un barco en estas latitudes, hummmm….
Claro, volar era caro y reducido a una élite por aquellos días. Pero había una alternativa, los ómnibus de larga distancia que ya unían ambas capitales en 15 horas de agotador viaje pero que el común de los mortales podía pagarse sin mayores problemas.
Las viejas motonaves yacen olvidadas y en ruinas, símbolos de una era que no fue y que sólo sirvieron en su momento para la foto y la propaganda política.
Lástima, era una hermosa forma de viajar.