Cuando los incendios estallaron en el Alto Paraguay, en la frontera con Bolivia, los primeros en salir a combatir las llamas fue el personal de establecimientos agropecuarios directamente amenazados por los siniestros. Nombres como Chiquitania, Roboré, Charagua o Puerto Suarez en Santacruz de la Sierra empezaban a sonar insistentemente como focos generatrices de enormes incendios que, empujados por un feroz viento norte, avanzaban hacia el norte chaqueño y comenzaban a morder territorio paraguayo, cosa que hicieron en pocas horas.
Muy pronto los empleados y propietarios de estancias y desarrollos agrícolas se vieron rebasados. Algo nunca visto: gigantescos vórtices de fuego realimentados por el viento norte y el terreno y la vegetación resecos por la ausencia de lluvias. Cuando el fuego ya se había instalado en el Pantanal, en la reserva Chovoreca y se internaba como una lengua flamígera en el departamento del Alto Paraguay, entonces empezó a llegar el Estado, con la limitada ayuda que podía aportar la Secretaría de Emergencia o la Fuerza Aérea, huérfanas de equipo, con vetustos aviones y helicópteros tripulados, eso sí, por avezados pilotos con mucho oficio y voluntad pero escasa disponibilidad técnica. Mientras tanto las estancias habían proporcionado topadoras, motopalas, tractores con rastras, tanques y bombas de agua, motoniveladoras y decenas de voluntarios a los que muy pronto se sumaron bomberos de Filadelfia, Loma Plata, Neuland y Paratodo.
Las brigadas asumieron que el fuego no podría ser detenido sin grandes acciones. Fue así que se abrió, en tiempo record, la denominada Línea 28, que con sus 30 metros de ancho y 55 kilómetros de extensión -35 en territorio paraguayo y 20 en boliviano-se convirtió en la barrera final frente a la cual el fuego se detuvo. Fue un trabajo casi infernal en el que Estado y privados trabajaron coordinadamente, más por iniciativa espontánea, casi desesperada, que por un plan prediseñado para control de incendios.
Las lluvias, finalmente, tendieron un manto de piedad sobre casi 300.000 hectáreas humeantes y caliginosas, vigiladas por brigadistas exhaustos.
La dura experiencia deja un interrogante: ¿Se diseñará, a partir de ahora, un sistema de alerta temprana, prevención y combate de incendios forestales?
Porque su necesidad quedó en evidencia.