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Una manzana con mucha historia

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Por Cristian Nielsen

Por algo la Plaza Uruguaya se llamó en sus comienzos Plaza San Francisco. En aquel predio que inicialmente era un arenal amorfo, los buenos padres organizaron una aldea de esclavos que vivían en chamizos o ranchos de paja y estaqueado, junto a los establos para animales de servicio. Así continuó aquello durante varios siglos hasta que durante el gobierno del Dr. Francia el sitio fue confiscado y transformado en cuarteles para el ejército. Este emplazamiento vendría muy bien durante la guerra contra la Triple Alianza, ya que en sus inmediaciones estaría la cabecera del ferrocarril que luego serviría para el transporte de material de guerra y hombres rumbo al Campamento Cerro León. Pero esa es otra historia.

Finalizada la guerra del ’70, el predio fue vendido como parte de la necesidad del gobierno de hacerse de algún dinero para poner en marcha el país. Quedó a salvo, sin embargo, una fracción de algo más de una hectárea que se conoció durante un tiempo como Plaza San Francisco.

PLAZA URUGUAYA

Fue hacia 1885 que el entonces presidente del Uruguay, el general Máximo Santos, decidió devolver al Paraguay una serie de trofeos capturados durante las campañas del Paraguay de 1865 a 1870. Fue el primero de los tres firmantes del Tratado de la Triple Alianza que adoptó esa posición conciliatoria.

El 20 de abril de 1883 se firmó en Asunción el Tratado de Paz mediante el cual Uruguay renunciaba al cobro de gastos de guerra cargados al Paraguay tras la rendición de Cerro Corá.  Dos años más tardes, el presidente Santos  solicitó al Parlamento la devolución de los trofeos de guerra capturados en los campos de batalla mientras las tropas uruguayas permanecieron en tierra guaraní.

Por ese acto de indiscutible amistad y buena voluntad, la plaza San Francisco cambio su nombre por Plaza Uruguaya, junto con la avenida que se llamaría en adelante General Santos.

LA BELLE EPOQUE

La última década del siglo XIX y las dos primeras del XX, la plaza Uruguaya pasó a convertirse en un centro de intensas actividades. El lindero norte de la plaza daba a la que un tiempo se llamó, por proximidad, Estación San Francisco, un edificio suntuoso para la época construido por el arquitecto inglés Alonso Taylor, autor también del versallesco Palacio de López, residencia particular del Mariscal López, que utilizó muy poco ya que estalladas las hostilidades debió trashumar con su ejército a lo largo del país.

Aparte de la estación, algunos edificios empezaban a circunvalar la plaza y cuando alguien llegaba  del interior lo primero que lo recibía, ni bien trasponía la larguísima columnata de la entrada, era la plaza, arbolada y llena de vendedores de alimentos, frutas, verduras, bebidas frescas… y por qué no, fotógrafos.

FOTO A LA MINUTA 

Un tiempo supieron ser unos cuantos. Esperaban con paciencia la aparición de algún cliente, sentados al pie de un trípode de madera al que se atornillaba una cámara de fuelle dotada de una caja negra lo suficientemente espaciosa como para revelar allí mismo la foto.

Era un procedimiento sencillo… para quien supiera como hacerlo. Consistía en imprimir la toma directamente sobre un papel positivo (sin negativo), así que el cliente se llevaba una copia única de su también único momento.

Muchos viajeros que llegaban desde el interior  venían dispuestos a gastarse cincuenta centavos o un par de pesos de entonces en un recuerdo cuyo valor simbólico sería comparable sólo con los videos actuales en alta definición.

Los fotógrafos eran verdaderos artistas, expertos en colocar a sus protagonistas en la pose adecuada y con el fondo apropiado para que la foto, en riguroso blanco y negro, se convirtiera en una experiencia inolvidable, de esas que se atesoran en los álbumes familiares. En esos días, las instantáneas era prácticamente desconocidas y las “producciones” fotográficas tardarían mucho en aparecer, al menos, en el formato de la “minuta”, que ese era el tiempo que empleaba el fotógrafo en procesar su material: un minuto. Bueno, quien dice uno, dice dos, o tres. De cualquier manera, para la época, era una magia que se repetía una y otra vez.

TIEMPOS MODERNOS

Después vinieron otros tiempos, otras costumbres. Tras la caída de la dictadura, la Plaza Uruguaya pasó a ser cabecera de marchas de protesta para esto o aquello. Tan es así que la “ley del marchódromo”, aún vigente, reconoce a la Plaza Uruguaya como punto de partida de las columnas de ciudadanos dispuestos a protestar teniendo otra plaza, la del Congreso, como playa de desembarco.

Hoy, enrejada, “invadida” (por suerte) culturalmente por dos librerías y preservada de la barbarie, la Plaza Uruguaya ha inaugurado un nuevo look y recupera su clima de disfrute verde y relativa tranquilidad en medio de la ciudad.

 

Equipo Periodistico
Equipo Periodistico
Equipo de Periodistas del Diario El Independiente. Expertos en Historias urbanas. Yeruti Salcedo, John Walter Ferrari, Víctor Ortiz.

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