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Navegar o volar, dos formas de vida

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Cristian Nielsen

Muchas horas en el aire o en el agua, rumbo a un destino soñado

Imaginemos este escenario en 1935. La guerra del Chaco ha terminado y el país empieza a emerger nuevamente tras el manto negro dejado por una contienda que se ha llevado a 30.000 de sus habitantes y dejado maltrechos a por lo menos otros 100.000 entre heridos físicos o psíquicamente golpeados por las terribles batallas peleadas en condiciones extremas.

La gente no ha dejado de viajar pero la contienda impuso una pausa brutal. Ahora se empieza a respirar nuevamente “hacia afuera” retomando las rutas de viaje entre las cuales la acuática era la mejor -y a veces la única- practicable los 365 días del año.

¿Cómo se planificaba un viaje, por ejemplo, a Buenos Aires, el destino más apetecido por aquellos años por ser el que logísticamente estaba más al alcance?

¿TRES, CUATRO DÍAS? – Ir a Buenos Aires era despedirse por un buen tiempo, cualquiera fuera la duración de la visita. Implicaba organizarse y si se lo hacía en familia -cosa muy difícil- implicaba un volumen de impedimenta considerable, casi equivalente a una mudanza en términos de ropas y enseres personales comprometidos. Hablo, naturalmente, de gente de cierto poder adquisitivo hacia arriba.

En ese tiempo, la mejor manera de ir a la urbe rioplatense era por barco. El trayecto Asunción-Buenos Aires podía insumir fácilmente cuatro días, incluyendo los preparativos para el embarque, la navegación y el desembarco en los docks de lo que hoy se conoce como Puerto Madero, por entonces bullente de barcos cargando y descargando mercancía y pasajeros.

La compañía de navegación más solvente, en ese itinerario, era la Sociedad de Navegación a Vapor Nicolas Mihanovich, un inmigrante croata que en 1898 fundó un imperio naviero que para principios del siglo XX contaba con una flota de 320 buques de todo tipo.

Uno de ellos era el majestuoso “Washington”, construido en los astilleros A&J Inglis de Escocia, una nave del tipo feathering paddlewheel (ruedas de paletas articuladas) pensado como un auténtico “paquebote” para viajeros de buen poder adquisitivo. El barco debía servir la ruta Buenos Aires-Montevideo, pero luego se lo destino a la navegación del Paraná con inserción en el Paraguay. A bordo podían viajar 340 pasajeros “de cámara”, es decir, camarotes individuales con todas las comodidades de esa época. 

Las máquinas del “Washington” le permitían desarrollar, en trayectos libres, hasta 16 nudos, unos 32 kilómetros por hora. Aún así, el viaje podía insumir dos pernoctes a bordo y tres días netos de navegación. 

Pintoresco, exótico para algunos, pero algo agotador hacia el final.

 

¿MAS RAPIDO? – Más o menos por la misma época en que el “Washington” surcaba los ríos de la cuenca del Plata, a algunos centenares de metros por encima podrían estar volando los primeros aviones que abrieron las rutas aéreas comerciales entre Asunción y Buenos Aires.

Este papel pionero lo cumplió la Compañía Aeropostal Argentina que, como su nombre lo sugiere, se dedicaba sobre todo al servicio postal, inaugurando la era del “air mail” que a partir de allí lucirían los sobres de la correspondencia privada, comercial o estatal. También había espacio para 

 

algunos pasajeros, y digo “algunos” porque los aviones de la época no eran pequeños y muy frágiles a primera vista.

En 1937, el Gobierno abrió los cielos paraguayos a la empresa norteamericana Pan American Airways Incorporated. El contrato incluía la construcción de un aeropuerto para aviones comerciales. La ruta asignada conectaba Asunción con Buenos Aires, San Pablo, Rio de 

Janeiro y, de allí, a Miami. El equipo de vuelo era el DC3, que insumía casi cinco horas de vuelo en la ruta a Buenos Aires o Rio y fácilmente 20 horas -sin contar las escalas- a Miami.

Muy pronto, sin embargo, este heroico bimotor sería reemplazado por el DC4, el primer cuatrimotor en operar en Asunción que iniciaría la era de los vuelos “Clipper” con fino servicio a bordo y comodidades en el aire hasta ese entonces desconocidas. 

Aún así, la duración de cada viaje era todavía abrumadora. Solo cambiaría con la aparición de los primeros “jetliners”. 

 

UNA FORMA DE VIDA – Los viajes en barco, sobre todo, eran una forma de vida, no una manera de llegar. A bordo de aquellas naves se forjaban amistades, florecían amoríos y se concretaban negocios. Había tiempo suficiente para invertir en algo positivo o simplemente gastarlo gentilmente en una reposera en cubierta, hipnotizado por el agua fluyente o el cambiante escenario de la costa. Se podía asistir, como en una sala teatral, a las escenas generadas en los puertos de cabotaje, unos desembarcando, otros abordando en medio de largas despedidas mientras las grúas cargaban y descargaban bultos y mercancía de todo tipo. Sonido de sirenas anunciando la reanudación del viaje y luego, la silueta de la ciudad y su puerto perdiéndose tras algún recodo del rio.

Así vivían nuestros abuelos la experiencia de viaje, algunas veces por mero esparcimiento y otras, no pocas, para abandonar la patria en busca de nuevos horizontes.

 

 

 

 

 

Equipo Periodistico
Equipo Periodistico
Equipo de Periodistas del Diario El Independiente. Expertos en Historias urbanas. Yeruti Salcedo, John Walter Ferrari, Víctor Ortiz.