Sí estábamos esperando un recambio generacional en la presente tanda de elecciones internas partidarias, la espera ha sido infructuosa. La persistencia de viejas malas costumbres ha convertido las calles y los barrios de las ciudades del país en campos de batalla visual y sonora en la que han estado presentes los mismos comportamientos cavernícolas de siempre.
¿Qué impulsaría a un ciudadano emocional y mentalmente estable a votar por alguien que le ha estado atronando la noche con parlanteadas bestiales, que hacen temblar los vidrios de las casas e impiden una cena en amable clima familiar?
¿Qué impresión se lleva el ciudadano de a pie al comprobar que su ciudad, sus calles, sus veredas, sus columnas de servicios públicos, murallas y hasta veredas y pavimento están llenos de pegatinas, enchastres con pintura de colores, pasacalles, estandartes, banderines o interminables series de afiches con las mismas caras la mayor parte de las cuales son desconocidas?
¿Qué puede hacer el internauta que intenta usar sus redes sociales sin que le salten a la vista pop ups con reiteradas imágenes de gente que ni tiene idea de quién es pero que sospecha que está en campaña proselitista porque la foto del presunto candidato está rodeada de algún color o sellada con el número de alguna lista partidaria?
Ya no se trata solamente de la violación sistemática de las normas de propaganda difundidas por la Justicia Electoral. Sabemos de sobra que, en la práctica, tales violaciones jamás son sancionadas y eso los políticos lo saben de sobra, así que actúan con total caradurez e impunidad. Se trata, más bien, de un atentado intolerable contra la estética más elemental, de una transgresión brutal del derecho a vivir en un medioambiente sano, tanto visual como auditivamente.
Es, también, una falta de respeto al ciudadano de quien busca desesperadamente su voto sin ofrecerle nada a cambio más que frases huecas, slogans cobrados en dólares por sus asesores de marketing electoral y fotografías de hombres y mujeres fotoshopeados cuya versión personal sería difícilmente identificable en el montón. Todo lo que ofrecen son polquitas, cachacas y horrendas versiones de raps champurreadas a los apurones, todo acompañado de merchandising nuevo o reciclado según la capacidad financiera del candidato.
¿Recambio generacional esto?