No es moco de pavo lo que venimos discutiendo en el país desde hace más de tres décadas. Con el advenimiento de la democracia, se abrieron todos los respiraderos de la vida política, social y económica, con sus consecuencias inevitables y esperables: ahora sabemos lo que pasa y lo que nos pasa. El estronismo nos había anestesiado contra todo impacto de la realidad no deseado por el poder. Vivíamos en una suerte de nube gaseosa pero con la creciente certeza de que todo era irreal: prosperidad económica y seguridad pública envueltas en almibaradas estadísticas abundantemente rociadas con discursos laudatorios a la democracia sin comunismo, con tranquilidad interior y ausencia de conflictividad política (al menos en lo formal) como “precio de la paz”. Todo eso –felizmente- se rompió, voló en pedazos y entonces tomamos contacto con la realidad, que es en donde impera la verdad. ¿Cuál verdad? Que somos una sociedad fragmentada por la desigualdad, permanentemente acechada por los habituales aventureros que nos impiden crecer como sociedad política y como República.
¿No es éste un terreno ideal para la expansión de la corrupción, el vacío institucional y su hijo putativo, el crimen organizado? En ese medioambiente tóxico prosperan las fortunas express, las famas súbitas, los relumbrones sociales abundantes en mansiones señoriales y vidas rumbosas sin antecedentes de trabajo o esfuerzo personal. Este quiebre moral es tan letal como el generado, a otro nivel, por la exclusión social a partir de la disociación familiar, la ausencia de educación y la falta de oportunidades que desembocan en el “crimen desorganizado” ejercido por motochorros, peajeros y descuidistas.
En este escenario de fragmentación social y vulnerabilidad institucional, reaccionamos por reflejo ante cada clímax delictivo. Ahora, tras el asesinato de un policía a manos de mafiosos, se recalienta la receta de costumbre: sacar al ejército a la calle. Como si un sargento de infantería con cuatro “números” mal armados y peor entrenados pudieran asustar a los sicarios del PCC o el Comando Vermelho, que han demostrado ser capaces de copar una ciudad y operar sin oposición. De nuevo se agarra la cadena por el extremo equivocado: combatir los efectos en lugar de ir a las causas.
Una vez más el ciego tropezando con la pared.
Patético. ¿Hasta cuándo?