Lo que va de “I have a dream” a “I cant’ breathe”
Por Cristian Nielsen
Entre “yo tengo un sueño” (I have a dream) y “no puedo respirar” (I can’t breathe) pasaron 57 años. La primera frase es el corazón del discurso de Martin Luther King pronunciado en 1963 como culminación de una gigantesca marcha en el corazón de Washington por los derechos civiles de la población negra norteamericana. Lo irónico de aquella epopeya es que ese grito se escuchó casi cien años después de finalizada la guerra civil en la que EE.UU. se sumió para acabar con la esclavitud.
Tiene que ser frustrante para esta imponente minoría, un siglo y medio después de aquella sangrienta epopeya presuntamente emancipadora, caer en la cuenta de que “no puede respirar”. La bota del policía de Minnesota que mató a George Floyd generó algo más que el grito de un manifestante aplastado por la intolerancia dominante en EE.UU. Expuso una barbarie que rebasa fronteras, que encuentra eco a escala mundial y cobra una dimensión impredecible.
Estos hechos no son gratuitos. Evidencian que, a escala mundial, hay mucha gente que “no puede respirar”, que de una o mil maneras es aplastada y marginada y se la posterga y convierte en estadísticas guardadas en ignotos archivos.
Cuando Martin Luther King, en 1963, rezó aquella plegaria de “yo tengo un sueño”, invocó el pensamiento colectivo de un pueblo esperando la resurrección.
Cuando George Floyd suplicó su “no puedo respirar”, ahogado por la bota de un policía, resumió la futilidad de un sueño roto.
Habían pasado casi seis décadas sin otro cosa que retrocesos, en un mundo convulsionado y lleno de contradicciones.