A un empresario “de los de antes”, cabeza de una poderosa red de emprendimientos familiares, le vinieron un día con una denuncia. Parece que uno de sus gerentes se había acostumbrado, como decía el general Juan Domingo Perón, a quedarse “con algunos vueltos”. En suma, se le pegaban los billetes en las manos. La respuesta desconcertó al denunciante. “Sé quién es y cuánto me roba mensualmente, así que lo cargo a pérdidas. Si lo echo, el nuevo podría ser peor y me llevaría mucho tiempo descubrir cuánto me cuesta”.
Si un empresario privado razona y opera de esa manera, qué podemos esperar de la función pública. No vamos a pretender que el Estado sea un modelo de integridad moral de punta a punta. Ese Estado es imaginario. De hecho, los índices de percepción de la corrupción medidos por Transparencia Internacional van de 1 a 100. El estado que más se acerca a lo ideal es Nueva Zelandia, con 87 puntos. Nadie mide 100 puntos, lo cual confirma la idea de que “un poco de corrupción es inevitable”.
Hay muchos interrogantes en este espinoso y maloliente asunto. ¿El Estado corrompe de por sí, o es corrompido por quienes debieran servirlo? Según John Dalberg-Acton, escritor, catedrático y parlamentario inglés, “el poder corrompe y el poder absoluto, corrompe absolutamente”. Cuando Alfredo Stroessner fue derrocado en 1989, muchos pensaron que con el derrumbe de la dictadura se iría la corrupción institucionalizada. No sólo no se fue, sino que se profundizó y, al decir de algunos comentaristas ocurrentes, se “democratizó”. Con un agravante si se nos permite el término: el ejercicio libre del periodismo destapó a ritmo exponencial la más variada colección de casos de corrupción pública.
El interrogante de si el Estado corrompe o es corrompido es irrelevante. Como se suele decir, hacen falta dos para bailar un tango. Y para robar al Estado se necesita al funcionario corrompible y al privado corruptor.
Allí se perfecciona la figura. Después van a agregándose otros ingredientes al guiso: cinismo, desvergüenza, inmoralidad, exhibicionismo, todo ello sazonado con una buena cobertura de impunidad y la infaltable protección política.
Volviendo a la figura del empresario. ¿Cambiar al corrupto? ¿Y si el que viene es peor?
¿Cómo se sale de esta ecuación diabólica?