La semana pasada, el recién estrenado presidente uruguayo Luis Lacalle Pou compareció ante el Congreso y, a su estilo exuberante, les dijo a los legisladores que “el Estado no es de los políticos, es de la gente. Nosotros somos sus servidores, sus empleados.
Cuando no hay transparencia, lo que tenemos es desprecio por lo público”. Y rubricó su presencia con esta reflexión: “No se debe festejar los logros del Estado. Para eso estamos acá, para hacer nuestro trabajo, no para ‘camisetear’ las cosas que hacemos. A nosotros nos eligen para eso, nos destinan un presupuesto que no es nuestro y del cual tenemos que rendir cuentas al final. No se festeja el deber ser”.
Dicen que soñar no cuesta nada, así que alguna vez –con suerte y viento a favor- veremos hacerse cargo de la administración del Estado a una nueva generación de políticos que piense, hable y, sobre todo, actúe según los principios enunciados por el joven presidente uruguayo.
Pero mientras tanto debemos conformarnos con otras cosas, más primarias, rusticas y, en no pocos casos, rayanas en la delincuencia.
Tenemos un intendente municipal que atropella y amenaza a militares. Un gobernador departamental que se burla de la cuarentena y organiza festicholas en la propia sede de la Gobernación. Una senadora que miente sobre el destino de un viaje hecho con dinero público.
También intendentes municipales que se niegan a rendir cuentas sobre el uso de fondos especiales y que incluso tienen la caradurez de ir a pedirle a la Contraloría y al Ministerio de Hacienda que no auditen sus administraciones. Y por si fuera poco, legisladores que convierten ambas cámaras en agencias de empleo para familiares, amigos y compinches de la politiquería bastarda, derroche que perpetran si la menor vergüenza en plena emergencia sanitaria.
Aquí, para citar a Lacalle Pou, no se desprecia lo público. Al contrario, se lo codicia y se lo acecha. Y si no, veamos el festín de caníbales que son las licitaciones del Estado, los centenares de miles de millones que va a parar a los mismos bolsillos de siempre: un puñado de apellidos repartidos entre centenares de empresas, reales o de maletín, “adjudicadas” hasta el infinito, desde la provisión de fideos hasta radares de última generación.
El “Pepe” Mujica se niega a cobrar su senaduría vitalicia. “Sería un robo”, asegura. Aquí, ¿qué le dirían?