La muy noble y muy ilustre, ciudad comunera de las Indias, tus naranjos y tus flores, tu luz de atardeceres…
¿A qué cantarían hoy, si resucitaran con su vena creativa intacta, Ortiz Guerrero, Fariña Núñez, Romero Valdovinos o Altimier? Estos gigantes de la poesía y la nostalgia deberían hacer un esfuerzo sobrehumano para abstraerse del panorama de campo de refugiados que presenta el otrora centro histórico de Asunción convertido hoy en basural, desorden, ruina y abandono.
Hace años que la improvisación, la mugre y la destrucción de espacios públicos han dejado de ser efecto colateral de las inundaciones para transformarse en una forma de hacer política. Hay “dirigentes”, concejales principalmente, que esperan cada desborde del río Paraguay como las abejas aguardan la floración de bosques y sembrados. Allí hacen su cosecha de votos, prometiendo lo que nunca van a cumplir, comprando voluntades y consolidando un sucio paquete electoral que degrada a ciudadanos que todavía esperan algo de sus representantes en la legislatura municipal.
El equipamiento intelectual y el horizonte de gestión de estos impresentables son tan limitados que no les alcanza para acordar, en forma madura e inteligente, un plan a largo plazo que sojuzgue al rio indócil y cree nuevos espacios habitables para una ciudad que los demanda en forma urgente.
Mientras tanto, la Asunción histórica languidece, se marchita y se derrumba sobre si misma ladrillo a ladrillo, piedra a piedra, rindiendo un diezmo implacable al paso de los años. Envejecer no es malo si se lo hace con dignidad y decoro. Pero capitular en medio de la suciedad y el abandono es una sentencia cruel y humillante, inmerecida para una ciudad madre de ciudades y cuna de la libertad de América.
Alguna vez sus “cuidadores” tendrán que rendir cuentas.