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Arqueología de la integración

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Por Cristian Nielsen

“Si somos un lastre, tomen otro barco”. Esta guasada fue regurgitada por el Presidente argentino Alberto Fernández, quien acostumbrado al yagua ñorairo en que se ha convertido la política interna de su país, creyó poder hacer lo mismo en un foro internacional junto a sus colegas del Mercado Común del Sur. Esta “diplomacia del cascotazo”, como la definió un periodista argentino, fue la pobre, casi miserable, respuesta a un planteo del uruguayo Luis Lacalle Pou quien propone flexibilizar los movimientos del bloque. Lacalle quiere escapar al corsé ideológico del Mercosur y pensar en libertad el desarrollo de los países que lo integran. Pragmatismo puro en un mundo cada vez más dado a los convenios rápidos que a los procesos largos, ineficaces y teñidos de ideologías del pasado.
La posición de los Fernández&Fernández se entiende, dado su férreo alineamiento con la dictadura venezolana y su abierta simpatía con el autócrata de Moscú. Abdo Benítez, Bolsonaro y Lacalle Pou están lejos de esa militancia narco-colectivista de Nicolás Maduro, así como del castrismo supérstite de Cuba y el neo-somozismo de los Ortega en Nicaragua.
Lo cierto es que entre todos -retrógrados, fundamentalistas e iconoclastas- están vaciando cada día más de significado la palabra integración.

NUBES DEL PASADO – Según la Academia, integración (acción y efecto de integrar) es el resultado de “aunar, fusionar dos o más conceptos, corrientes, etc., divergentes entre sí, en una sola que las sintetice”.
El primer esfuerzo en esa dirección se hizo el 18 de febrero de 1960 mediante el Tratado de Montevideo. Lo firmaron once países latinoamericanos: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela. Llamaron Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) el resultado, proponiéndose alcanzar dos metas modestas: disminución de aranceles y libertad comercial. Fue un mordisco territorialmente demasiado grande y la iniciativa no tardó en naufragar.
Sucedió a ALALC la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), creada también en Montevideo el 12 de agosto de 1980. El nuevo organismo heredó la membresía de su antecesor aunque sus fines tuvieron algunas variaciones semánticas. ALADI buscaba (y sigue haciéndolo ya que aún funciona) “pluralismo político y económico, flexibilidad y tratamientos diferenciales en base al nivel de desarrollo de los países miembros además de multiplicidad en las formas de concertación de instrumentos comerciales”.
Atención entonces, porque cuando Abdo Benítez, Lacalle y Bolsonaro hablan hoy de flexibilidad y multiplicidad para concertar, y sobre todo de pluralismo político y económico, más que del Mercosur parecen estar hablando de ALADI.
El organismo comprende, entre sus objetivos específicos, total apertura hacia “los más vigorosos acuerdos subregionales, plurilaterales y bilaterales de integración que surgen en forma creciente en el continente”.
La asociación sigue vigente y nadie parece querer bajarse del barco.

ENTONCES, MERCOSUR – Por primera vez la iniciativa integradora abandona Montevideo como matriz in vitro para ser concebida en Asunción. Fue el 26 de marzo de 1991 que Paraguay, Argentina, Brasil y Uruguay, se comprometieron a “propiciar un espacio común que generare oportunidades comerciales y de inversiones a través de la integración competitiva de las economías nacionales al mercado internacional”.
Aparte de esta cháchara diplo burocrática, los padres fundacionales incurrieron en el imprudente voluntarismo de asegurar “la libre circulación de bienes, servicios y factores productivos entre los países, a través, entre otros, de la eliminación de los derechos aduaneros y restricciones no arancelarias a la circulación de mercaderías y de cualquier otra medida equivalente”.
No hace falta avanzar mucho más para imaginar que el resto del tratado ha sido y sigue siendo papel sanitario si la primera cláusula es pisoteada una y otra vez, principalmente por los dos grandotes camorreros del barrio.
Además, nos cuesta un montón de plata. Aparte de mantener organismos de dudosa utilidad -como el Tribunal Permanente de Revisión del Mercosur anidado en Asunción- tenemos que becar a 18 “legisladores” del Parlasur quienes, con su treintena de asistentes, le cuestan al tesoro público más de Gs. 8.000 millones al año. Para cuando finalicen su periodo en 2023, estos parásitos habrán desangrado el tesoro paraguayo en Gs. 25.000 millones. Para ponerlo en clave actual, el equivalente a casi 400.000 vacunas anti COVID-19.
Hasta aquí, arqueología pura y dura de la integración.
Las conclusiones, a cargo del lector.

Equipo Periodistico
Equipo Periodistico
Equipo de Periodistas del Diario El Independiente. Expertos en Historias urbanas. Yeruti Salcedo, John Walter Ferrari, Víctor Ortiz.