El espíritu de la ley de declaración jurada de bienes de servidores del Estado tiene como único objetivo determinar la consistencia entre el patrimonio que declaran al ingresar a la función pública y el que rinden al salir de ella. Más que una amenaza, esta legislación es un reaseguro para quien ejerce un cargo público, ya que le permite transparentar su patrimonio personal y demostrar que su conducta es irreprochable desde el punto de vista legal. Si es que esa demostración está a su alcance luego de años de recibir salario del Estado.
Sin embargo, hay legisladores que hablan de poner límites a esa herramienta de control de la función pública. Un diputado sureño considera que la información sobre su situación patrimonial y la de su familia “no debe estar al alcance de cualquier ratero o motochorro o de cualquiera que se ponga a investigar”. Que sólo debe estar disponible “para lo que corresponde”, una vaguedad digna de ser analizada.
Como argumento, su inconsistencia es flagrante. La conducta social de la abrumadora mayoría de los funcionarios de jerarquía que viven del Estado los expone al público escrutinio. Su vida rumbosa en mansiones hollywoodienses, autos de lujo, viajes a paraísos tropicales y ostentosas recepciones permite a cualquiera –rateros, motochorros, secuestradores y extorsionadores de poca o mucha monta- deducir que se trata de personajes con abultadas cuentas corrientes de libre disponibilidad y, por lo tanto, expuestos a chantajes de todo tipo. Los malandrines no necesitan ninguna legislación para imaginar cuánto pueden sacarle a sus víctimas, sobre todo cuando se trata de sujetos que llegaron a la función pública con un pantalón y una camisa y que de pronto estrenan departamento en alguna vertiginosa torre en barrio exclusivo ofreciendo bacanales a centenares de invitados.
La ley de declaración jurada de bienes de funcionarios públicos es una iniciativa correcta en la dirección apropiada. Hace mucha falta. No la desnaturalicen ahora poniéndole límites con argumentos que no tienen el menor fundamento y que más bien lucen como excusas por parte de quienes empiezan a arrepentirse de haber secundado el proyecto.
Va siendo hora de que quienes tienen la ocasión de ser servidores del Estado, dejen de servirse de él como de una agencia familiar de empleo o una oportunidad para negocios sucios.