Por Cristian Nielsen
La crónica en un diario local parecía sacada del túnel del tiempo. Fechada de Caaguazú, recogía una queja que de tan vieja ya parecía pertenecer al mundo de las anécdotas de un mundo que se fue para siempre.
“Conseguimos con mucho esfuerzo la semilla IAN 425, cultivamos y ahora ya se está cosechando, pero no hay dónde colocar ni se sabe a cuánto se podrá vender y el gobierno se llama a silencio. Es preocupante la situación de los campesinos” — Milciades Sosa, docente en La Nación, 4 de marzo de 2020.
Si esto se hubiera dicho en marzo de 1991 habría sido de tremenda actualidad. Según el censo agropecuario de ese año, 190.000 fincas del formato minifundiario se dedicaban al algodón cubriendo una superficie de 420.000 hectáreas, con una producción en rama de unas 600.000 toneladas que rendirían 220.000 toneladas de fibra. Eran los tiempos en que el algodón paraguayo se cotizaba fuerte porque competía en calidad y rendimiento industrial con la fibra procedente de otros puntos del globo, en especial India y Egipto.
Pero ya entonces el rubro incubaba el huevo de la serpiente que habría de devorarlo por dentro hasta hacerlo desaparecer del campo paraguayo.
CADENA DE ERRORES
El 11 de julio de 2002 renunciaba al cargo de Ministro de Agricultura y Ganadería el agrónomo Lino Morel. Lo hizo agotado por su infructuosa lucha contra el malgasto de los recursos públicos.
Fue además un año en que “las organizaciones campesinas intensificaron sus demandas ante una oferta cada vez más disminuida de bienes divisibles en términos de tierras y subsidios”, según reporta un estudio del Centro de Análisis y Estudio de la Economía Paraguaya.
Las marchas de campesinos tenían con frecuencia como pedido principal la condonación de deudas con el Crédito Agrícola de Habilitación y con el Banco Nacional de Fomento.
Al frente del MAG, Morel había hecho todo lo que estaba a su alcance. Sin embargo, los resultados de la campaña algodonera 2002-2003 fueron decepcionantes.
El mismo Morel lo relataría en un artículo publicado con su firma en ABC en mayo de 2003, ya apartado de la cartera.
“La reactivación de la producción lograda en esta zafra, aunque modesta, revitalizó la debilitada economía de importantes zonas donde predominan poblaciones de campesinos criollos, altamente dependientes de este rubro (algodón)”.
Morel explica que pese a que la distribución gratuita de semillas en 2002 fue planificada para cubrir 250.000 hectáreas, en la realidad no se llegó siquiera a las 200.000.
“A los errores de subestimación estadística, nuevamente este año se sumaron los bajos rendimientos, debido no tanto a la mala calidad de la semilla o las condiciones climáticas sino más bien a condiciones de siembra y cuidados culturales muy deficientes”.
BATALLA POR LA PRODUCTIVIDAD
Debe haber sido frustrante para un profesional de la talla del agrónomo Morel -un auténtico héroe civil- llegar a ocupar el ministerio de su especialidad y no poder concretar uno de los objetivos a los que dedicó su vida: lograr que los pequeños campesinos rompieran viejos preconceptos heredados y dieran la gran batalla de la productividad. Él mismo lo señala: “La asistencia técnica deberá insistir en el mejoramiento de las condiciones de siembra -particularmente en la densidad- y en los cuidados culturales y sanitarios, para asegurar rendimientos medios de 1.350 kilos por hectárea o mejores”.
Morel sabía que más de eso no podría lograr, dada la resistencia de los campesinos a plantar el algodón más “apretado”, pasando de las 40.000 plantas por hectárea a 90.000. Los pequeños productores tradicionales creen a pie juntillas que ese método “enviciaría” a las plantas que crecerían en altura y bajarían en rendimiento. Fue en vano que Morel les explicara que las nuevas variedades, tratadas con bioingeniería, estaban preparadas para altos rindes con mayor densidad de cobertura por hectárea.
Todo en vano. Hasta hoy, al menos en el campo del algodón, las viejas prácticas siguen dominando al pequeño campesino. El ejemplo citado al comienzo es el resultado.
LA DESAPARICIÓN
Una letal combinación de prácticas inapropiadas, semillas desactualizadas, mercado en retracción y, en consecuencia, precios estancados o a la baja, amén de la absurda politización que se desató sobre las industrializadoras a mediados de los ’90, fueron las causas de la virtual desaparición del algodón como producto redistribuidor de dinero entre los pequeños campesinos del mundo minifundiario.
Las estadísticas son devastadoras. En 1990, año pico para el negocio del algodón, el Banco Central del Paraguay registra una exportación de 231.000 toneladas de fibra por un valor de US$ 335.000.000, el 19% del comercio exterior de ese año. En 2020, se vendieron al exterior 4.419 toneladas por valor de US$ 6.605.000, el 0,03% en volumen y el 0,07% en valor del total de exportaciones.
Del gran “oro blanco” de los agricultores del último cuarto del siglo XX, el algodón es hoy un triste fantasma con esporádicas apariciones.