Cuando los afganos socialistas del Partido Democrático Popular solicitaron en 1978 la intervención de la Unión Soviética, Estados Unidos se puso de inmediato del lado de los rebeldes muyahidines. La CIA les dedicó toda una campaña, la Operación Ciclón, durante la cual suministraron a los combatientes anticomunistas toda clase de armas, “asesores” y, sobre todo, inteligencia electrónica.
Eran los días en que los “luchadores por la fe islámica” eran guerreros formidables y, sobre todo, amigos. Hasta la insoportable secuela Rambo le dedicó uno de sus capítulos en que Sylvester Stallone sangra junto a los muyahidines y salva a la “civilización oriental e islámica” de la torva conspiración de Moscú y sus ateos cultores del socialismo versión Asia central…
Hasta que el 11 de septiembre de 2001 todo se vuelve patas arriba.
La verdad, y saltando varios capítulos de la historia, tanto rusos como norteamericanos salieron a patadas en el trasero de Afganistán, llevándose sus helicópteros blindados, sus tanques indestructibles y sus cardúmenes de asesores que a la postre apenas sirvieron para modelo de películas de acción.
Pero no fueron los únicos que sufrieron tan ignominioso destino. Hubo muchos otros.
TIERRA DE PASO – Afganistán es uno de esos territorios a través de los cuales transcurren, inevitablemente, las idas y venidas de pueblos en permanente tren de migración o de conquista.
Desde Ciro el Grande hasta el críptico Talibán, el país ha sido metal maleable para todos los intentos “civilizadores”. El gran monarca persa no ahorró hierro para absorber esas tierras inhóspitas y componer el enorme imperio aqueménida junto con las actuales Turquía, Irak, Siria, Irán y parte de la península arábiga.
Fue el tiempo de la paz iránica que vino a ser quebrada cuando otro genial camorrero, Alejandro el Grande, consideró que aquel imperio le venía muy bien pero agregándole algunos otros detalles como Egipto y parte de la India.
Y decidió quedárselo para honra de Macedonia.
Alejandro tuvo en Afganistán un pantano de difícil travesía. Desaparecida la autoridad de Ciro el Grande, el reino afgano se sumió en un caos tribal en el que sobresalían los cacicazgos más audaces. Alejandro y sus “compañeros” tuvieron que conquistar las fortalezas una tras otra, con enorme gasto en hombres, dinero y tiempo.
Pero una de ellas, la Roca Sgodiana, resistía todos los embates por su altura y aparente inexpugnabilidad y, sobre todo, por el valor de sus defensores, quienes rechazaron todas las exhortaciones de Alejandro a rendirse diciendo: “Lo haremos cuando tus soldados aprendan a volar”.
La historia dice que esta afrenta enfureció al macedonio quien formó un aguerrido comando de escaladores que en una noche treparon una pared de 150 metros y sorprendieron a la guarnición durmiendo. Horrorizados, los sogdianos habrían dicho: “En verdad, pueden volar…” Y se entregaron.
Aquel fue el último intento de los afganos de resistirse a las armas. Eligieron ceder a la diplomacia y ofrecieron a Alejandro a cierta princesa Roxana para sellar la amistad con un pacto de sangre. El discípulo de Aristóteles vio en el tema una buena idea y alentó a sus generales a tomar esposas entre las mujeres del lugar quienes, según los historiadores más ilustrados, eran muy hermosas.
Pero a Alejandro, y sobre todo a sus generales, también les llegó el turno de irse.
ISLAMICOS Y MOGOLES – El periodo en que el Islam inauguró su reino en Afganistán tuvo una época de paz y de expansión cultural, pero también de regresiones provocadas por las tribus más retrógradas, como la de los denominados “príncipes guríes” que asaltaron el poder y precipitaron al país en la oscuridad fundamentalista.
Sobre este terreno inestable cayeron dos invasiones mogoles, la de Gengis Khan (siglo XIII) y Tamerlán (siglo XIV), que arrasó con muchos de los productos de la cultura islámica, entre ellos, el admirable sistema de regadío para la agricultura.
IDAS Y VUELTAS – Ya vimos cómo la “asesoría” militar del Kremlin a los socialistas afganos fue tan ruinosa como la que prestara el Pentágono a los rebeldes muyahidines. En 1989 el último ruso dejó el país tras los acuerdos de Ginebra y de inmediato los rebeldes se instalaron en el Gobierno de Kabul.
Washington no tardó en comprender que había alimentado el huevo de la serpiente y que crecía allí el germen del terrorismo. En 1993 las torres del World Trade Center temblaron bajo un fallido primer atentado, error que los fundamentalistas no repetirían cuando en 2001, aviones de línea usados como misiles hicieron despertar al mundo a la nueva era del terror.
Semanas después los primeros contingentes norteamericanos pusieron pie en las antiguas tierras de Ciro y Tamerlán con el objetivo de borrar del mapa a los muyahidines que habían ayudado a crear. Tardaron veinte años y no lo lograron. Como en Saigón en 1973, vimos en estos días escenas similares, con aviones despegando apresuradamente y gente intentando abordarlos.
La historia de idas y vueltas se repite hasta el infinito. Como le dijera un jefe tribal victorioso a un marine de EE.UU. que lo había apoyado en la batalla: “Afganistán es incomprensible para el extranjero. Tú puedes ser mi amigo esta mañana, pero por la tarde, bien podrías ser mi enemigo. Pero no te preocupes. Por hoy, eres mi amigo”.