La gente gasta en salud para mejorar la calidad de su vida o para prolongarla. Ello puede ocurrir de varias maneras. Una es hacer lo que pueden hacer los más pudientes: sacar la billetera y cancelar su cuenta. Es lo que se llama en la literatura, el gasto de bolsillo. La otra es contratar un seguro privado. Y entonces, si uno está al día, la empresa paga la parte de los gastos que figuran en el contrato. El resto hay que pagar con dinero de bolsillo.
Después está la otra alternativa: el seguro público, en realidad varios seguros públicos, pero el más importante es el Instituto de Previsión Social (IPS) que provee los servicios y cancela las cuentas. Con los retrasos que sabemos, pero con una medicina de alta complejidad (y costos), que de otro modo seria inaccesible o impagable. Finalmente, está el Ministerio de Salud que, desde hace unos años, es gratuito para el usuario aunque con menor cobertura, es decir, es gratis lo que hay.
El problema es que el costo de salud se eleva más rápido que la capacidad de pago. Y que la capacidad de pago es demasiado desigual en Paraguay. Y entonces, para una parte de la población, la salud no es accesible. Los que sí pueden, deben gastar mucho (gastos excesivos de salud o catastróficos) y con ello sacrifica el acceso a otras necesidades básicas, como la educación, la vivienda digna, la ropa o la comida. En el peor de los casos, algunas familias entran en un colapso económico, pierden ahorros, medios, y oportunidades (gastos empobrecedores de salud). Caen debajo de la línea de la pobreza, esa gran muralla que separa a quienes tienen lo mínimo para organizar su vida, y quienes no tienen ese mínimo. Si se ordena a las familias por su ingresos, desde los menos pudientes hasta los más pudientes (en cinco grupos o quintiles), y se ve cuales familias han tenido gastos excesivos en salud se observa que los más ricos tienen una situación mucho mejor que los más pobres. Entre el 20% más rico, entre aquellos que no tienen seguro, solo el 1% realizó gastos catastróficos -tomando como vara la pérdida del 20% de sus ingresos. Si se incluye a los que sí tienen seguro un 2,8% tuvieron gastos catastróficos -la vara fue del 10% de los ingresos.
Entre los más pobres, el 23% tuvieron gastos catastróficos (sin seguro), el 14,5% tuvieron gastos catastrófico (sin seguro, ver Gráfico). Algo similar puede verse con los gastos “empobrecedores”. Unas 100.176 personas, 23.387 familias que no lo eran, se empobrecieron después de realizar gastos de salud “empobrecedores”. Muchos no entraron en la línea de la pobreza, porque ya lo estaban. Pero se profundizó su pobreza. Si no se piensa sólo en los daños económicos, se encontrarían otras situaciones negativas. Muchos no hacen gastos de salud excesivos, porque no pueden hacerlos. Quedan excluidos del sistema de salud formal. Y todo esto ocurre en condiciones ‘normales’.
La situación no está evaluada bajo la situación de pandemia del COVID-19. Pero es probable que el sistema médico, sobre-ocupado con la pandemia, debió postergar la atención de otros problemas de salud. Que las personas desalentadas aumentaron, que hubo más temor y menos ingresos. De nuevo, si toda la población está expuesta, las personas más pobres estarán aún más expuestos.
Se agudizan problemas estructurales. Un estudio en 184 países, escrito por Dalal, K. señaló en 2017 que, cuando la salud se mueve en base al gasto de bolsillo, como es el Paraguay, toda la población se perjudica. Y, en forma más severa, la de menor ingreso. Es una pérdida evitable de la calidad de vida o de la vida de millares de personas. El acceso a la salud, con que se comprometió el país, dentro de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) de la UN, tiene como problema esta condición predominante del país: Los gastos de salud están todavía concentrados en el beneficio de los que tienen más dinero. Y los que no lo tienen pierden sus derechos a la salud, cuando esa es una obligación del Estado. Se trata de un real conflicto distributivo.
Otras cuestiones complican este conflicto. Por ejemplo: las personas con menores ingresos tienen una mayor ‘morbilidad’, se enferman más frecuentemente, llegan un 72%, en tres meses, mientras que los más pudientes se enferman en un 41,41%. Los más pobres consultan más, tienen más gastos en relación sus recursos, y dependen más de la automedicación.
Los compromisos internacionales, la Constitución Nacional, los Planes de Desarrollo y las Políticas Públicas, todas se enfrentan, reconocen y padecen un sistema de salud que depende mayormente del gasto de bolsillo, no de la previsión ni del ahorro. La salud no puede ser considerada como una mercancía más, evitable o ser postergable. El conflicto de distribución es una deuda que el país no está honrando.
Por Edgar Giménez y José Carlos Rodríguez