La Organización de las Naciones Unidas, la mayor organización internacional existente, fundada el 24 de octubre de 1945 en San Francisco, Estados Unidos, ha hecho en los días pasados un ferviente llamado para salvar los océanos que se encuentran en una situación de urgente emergencia. Concretamente, a través de su Secretario General, António Guterres, ha propuesto cuatro recomendaciones sobre las que merece la pena prestar atención.
La primera de todas consiste en invertir en economías oceánicas sostenibles para la alimentación, energía renovable y medios de subsistencia. De esta manera, se podría producir hasta seis veces más alimentos y generar 40 veces más energía renovable que en la actualidad. La segunda recomendación se centra en el reto de replicar el éxito de los océanos y que éstos se conviertan en un modelo de gestión de los bienes comunes globales para beneficio de todos. En tercer lugar, la ONU considera que hay que proteger la vida de las personas cuyas vidas y medios de subsistencia dependen de los océanos, por ejemplo, a través de inversiones en infraestructuras costeras resistentes al clima y una disminución de las emisiones de contaminación que dañan ecosistemas costeros, manglares, humedales y arrecifes de coral. Por último, Naciones Unidas solicita impulsar la ciencia y la innovación y que éstas apoyen el reto de una gestión más sostenible de los océanos.
Todo esto pide la ONU. Lo que no dice con transparencia es cómo los gobiernos piensan acometer el reto de salvar los océanos: más gasto público. Aunque el objetivo es loable y necesario, discrepamos del camino trazado: no salvaremos los océanos con más impuestos, sino combatiendo un modelo productivo insostenible basado en largas cadenas de comercio de productos elaborados al otro lado del planeta cuyo transporte supone un costo ambiental de enormes proporciones que António Guterres, sorprendentemente, prefiere no mencionar.
