Fue una tarde de invierno, a principios del 2021 cuando mi vecina Flora me invitó a tomar un café. Vivo en uno de esos tradicionales conjuntos o “barrios cerrados” que se pusieron de moda en México luego de tanta inseguridad. Son nueve casas, dentro de un espacio residencial que me permite disfrutar de una vida mucho más cómoda, con naturaleza que crece salvajemente y un aire limpio que oxigena mi pulmón. El cuál, estoy segura, está más que agradecido. Pero regresemos a Flora.
Flora es una española divina de unos setenta y seis años, lo deduzco, porque fui educada en esa cultura de que a una dama jamás se le pregunta la edad. Así que no me animé a esculcar esa parte de su vida personal. Delgada, con brillantes ojos azules, pelo teñido de un rubio caramelo y un acento marcadísimo, el cual, más de 40 años después de mudarse a estas tierras tan lejanas a las suyas, no ha desaparecido.
Mi vecina me recibió vestida de bata larga hasta el tobillo y pantuflas “perdóname estas fachas mi niña, es que hace mucho frío y no me he sentido muy bien en los últimos días. Pero no olvido que teníamos una cita” dijo, al dejarme pasar a ese universo que habita detrás de la puerta de madera maciza que da la bienvenida a familia o visitantes como yo. El interior era oscuro, con tradicionales muebles tapizados de verde, un vitral lleno de platos, copas y cubiertos de plata. Pero lo que más me llamó la atención fue el olor de esa casa. Una mezcla de alcanfor, canela y limón. Creo que esto pasó, porque inmediatamente recordé a mi abuela, la que me llenaba de menjurjes cuando la gripe o tos intentaba instalarse en mi organismo.
Flora me contó su historia y yo la mía. Pero como la suya es más entretenida es que hoy decido compartir parte de la misma (ciertos detalles me los guardo para mi, porque soy leal a los secretos que me confiesan). Mi vecina se casó a los 17 años con un hombre que le doblaba la edad, “me casé muy enamorada” me decía mientras bebía un sorbo de té. Preñada de su tercer hijo, decidieron migrar a México y montar una fábrica de jamones a la cual le fue fantásticamente bien. Empezaron vendiendo jamón curado, ibérico y de bellota, embutidos de todo tipo. Hoy la fábrica la administran sus hijos y tienen un gran territorio de distribución en el centro del país. ¿Y el marido? le pregunté a Flora, se paró y trajo un retrato suyo, lo sigue mirando con amor o al menos eso quiero creer. “Mi marido falleció joven, a los 60 un infarto directo al corazón. Imagino que de comer tanta grasa y tanto jamón” bromeo y sonrió dejándome ver sus diminutos dientes.
Un par de horas después, los temas se nos acabaron y entendí que era momento de mi retirada. Antes de partir, me regaló dos sobres de jamón serrano “para que lo disfrutes y conscientas al paladar” me dijo dándome un abrazo, al cual respondí apretándola a mi pecho, oliéndola y dibujando una sonrisa en mi rostro. Volví a ser consciente que el olfato tiene memoria, y mis ganas de abrazar a mi abuela en ese momento, eran tremendas. Flora hizo que toda esa tarde de café y galletas, valiera la pena. Mis recuerdos, hicieron el resto.