Era una mañana de domingo lluviosa en Madrid cuando en un taxi conducido por una mujer, emprendí camino rumbo a Barajas. Intentaba hacerle conversación a mi conductora para que el viaje se vuelva más ameno, pero sus respuestas monosilábicas me indicaban que no estaba muy cómoda en intercambiar palabras. Deduzco que entre el cubrebocas y el plástico de protección que nos separaba dificultaba aún más la interacción.
Llegué al aeropuerto con suficiente tiempo como para no apurar el proceso y tuviera un espacio para comprar unas revistas en el duty free. Entrego mi pasaporte e indico mi número de reserva al empleado de la aerolínea, éste de inmediato me dice “Usted no puede volar el día de hoy”, “¿no puedo volar?, ¿de qué me está hablando?”. Mi corazón empieza a palpitar. “Su itinerario incluye una escala en Miami y Estados Unidos ha cerrado fronteras para vuelos provenientes de Europa a causa de la pandemia”. Una gota de sudor empezó a dibujar un camino de mi frente a mi mentón y mi cuerpo se paralizó al recordar que había hablado de esto con mi padre semanas atrás, pero se me olvidó hacer el cambio de ruta. ¡¿Cómo pude ser tan distraída?!.
Sentada sobre mi maleta en la intemperie y con cara de derrota vi a una mujer que fumaba con una boquilla dorada, automáticamente le pedí que me regalara un cigarrillo. Su elegancia me deslumbró. Llevaba puesto un traje sastre a rayas y un maquillaje impecable, parecía una estrella de Hollywood y yo una simple mortal que no paraba de admirar su belleza sexagenaria.
Fumamos en silencio mirando a la nada. Su sola presencia me hacía sentir acompañada y apaciguaba el sentimiento de frustración que me invadía. Llegó su chofer y antes de montarse en su Mercedes Benz volteó y me dijo “Mi niña, toma otro para la espera. Que te se leve el regreso”. Y así, cerrando su puerta nos despedimos. Ella partió rumbo a su casa, dejándome con la misión de resolver cómo devolverme a la mía.