Por Benjamín Fernández Bogado
No ha sido para nada un descubrimiento de que el estado que tenemos es bastante incompetente para hacer las cosas en su debida forma y tiempo. La pandemia sólo ha desnudado las cosas más graves y nos ha colocado en un Estado extraordinariamente egoísta y codicioso. El sector público, con sus 350 mil empleados y con una gran cantidad de compras de bienes y servicios de nuestros escuálidos impuestos, nos ha mostrado su verdadero rostro, aquel que vive más allá de las promesas electorales y de las adherencias partidarias. Nos hemos dado cuenta durante todo este tiempo de que una de las causas principales de nuestra pobreza y de nuestra falta de eficacia en la tarea de gestión se debe a un Estado derrochador, adiposo y por sobretodo insolente, que nunca termina de aprender incluso de las peores tragedias.
Cuando tendríamos que haber acumulado suficiente información sobre el tema del Coronavirus, el encargado de vigilancia sanitaria nos dice “no sabemos todavía con lo que nos vamos a topar”. Si ya venimos con tantos meses de experiencia, con tantos fracasos acumulados, todavía no hemos aprendido y sabido las cosas que nos podríamos encontrar en el campo de la sanitización. Tampoco hemos aprendido nada a la hora de comprar bienes y servicios o simplemente tener algo de empatía con la sociedad en su conjunto y hacer un sacrificio realmente cierto, claro, contundente del sector público y no ofrecernos una reforma del Estado en forma de una carpetita de morondanga que le entrega al vicepresidente de la República, el cuestionado Hugo Velázquez, al otro cuestionado Pedro Aliana de la Cámara de Diputados y presidente de la ANR. El Estado y los partidos políticos que buscan administrarlo no han aprendido nada y siguen mostrándonos el peor rostro de la nación jurídicamente organizada que es como también se define al Estado.