Me he mentido tantas veces. He sido tan deshonesta conmigo misma solo para engañar un rato al corazón y confundir un poco a la cabeza, este par que me domina y toma posesión de mi humanidad entera, dejándome totalmente insegura, frágil e inestable.
Me he mentido al obligarme a estar en un lugar donde no quiero, al fingir una sonrisa cuando me siento terrible por dentro, al afirmar un sentimiento que era una imaginación de mi cerebro. Me he mentido cuando contesto “si si, estoy super bien” mientras mi mundo entero se desmorona. Me he mentido al decir que la vida es fácil, que el amor es eterno, que mi historia sería la excepción a la regla y que las promesas que alguna hice y me hicieron sobrevivirían al tiempo. ¡Qué mentirosa fui! ¿Cómo es que me pude mentir así?. Soy una mentirosa compulsiva. De esas que aparenta que todo está bien, de esas que simula no caer, de esas que actúa la escena como si todo hubiera estado ensayado, todo fríamente calculado y cualquier error es simplemente parte del acto. A veces soy ese mimo triste tan bien interpretado por Marcel Marceau, con el maquillaje agrietado, la figura incongruente a menudo ignorada y muchas veces ridiculizada, tratando de expresar ideas sin tener que recurrir a las palabras. Ese arte del silencio como lo concebía Marceu, que hace visible lo invisible usando el cuerpo y las expresiones como vehículo emocional. Ese lenguaje donde el silencio es el eje fundamental que toca más fibras de las que pudiéramos imaginar. Pero cuando el telón se cierra, las luces se apagan y el vestuario se guarda es que regreso ahí, a mi total soledad en una silla sentada. Cara a cara con mi reflejo al espejo mirándome totalmente derrotada. Hoy me volvió a pasar. Mis ojos negros cargados de lágrimas se volvieron a encontrar. Enojada y cansada de actuar.
De mentirme una vez más. Exhausta de llorar. Sonándome los mocos, limpiándome el rostro y sonriendo forzadamente para abrir la puerta de aquel baño y seguir el andar. “Vos podes Jess, vos podes con esto y más” me repetía una y otra vez. Esas mentiras piadosas que usamos para levantarnos el ánimo ¿sabes?. He mentido al decir que me siento bien y entera, cuando en verdad pareciera que me encuentro en una sala de espera mirando al reloj, comiéndome las cutículas, caminando de lado a lado cuestionando cada acto de traición a mi misma. Pero la vida es eso.
Es una espera detrás de otra. Es aprender a vivir el presente, para evitar mentirnos a cada hora. Y aunque a veces las ganas de salir corriendo, olvidar las responsabilidades de la vida adulta y no hacer nada son más fuertes, toca recordar que el telón ya abrió y que la vida no permite ensayos. Las luces se encendieron, las butacas están ocupadas y el show no puede esperar. A veces toca decir “a por más, despliega esas alas y por el amor de Dios, deja de mentirte ya”.