Nunca fui la estudiante más brillante del salón, o la de mejor calificación. Mis notas promedio me daban la paz que necesitaba para pasar de año, y la tranquilidad a mis padres de que no les arruinaría otro verano. Aunque, con la pena que significa esto, admito que pasó un par de veces.
Las materias que requerían de lógica, sumas, restas o análisis de datos no eran lo mío. Me costaba tanto, que ir a la escuela se volvía una penitencia diaria y un dolor de cabeza. Matemáticas, álgebra o aritmética, química, trigonometría o física eran las clases más aburridas y difíciles. Eran tablas y números mezclados con letras, eran ecuaciones y fracciones, era Baldor y sus teorías de los exponentes y radicales, máximo común divisor y mínimo común múltiplo. Me hablaban en un lenguaje que desconocía y la frustración invadía mi alma. Me enojaba porque mi interés era nulo y mi capacidad de retentiva era inexistente, pero sabía que debía aprobar esas materias porque no quería comer alfalfa como me amenazaba mi padre, y mucho menos tener “orejas de burro”.
Sufría a pesar de la paciencia de mis maestros por quererme enseñar, y lloraba en el hombro de mi madre quien hacía malabares junto a maestros particulares para lograr que algo de esos números se quedaran guardados en algún rincón de mi cerebro. Intentaba comprender por qué debía de aprender todas esas fórmulas o tomar clases en un laboratorio si no me gustaba y no me serviría de nada. Lo único que quería era salir corriendo a mi casa y no volver jamás. Hasta que las clases de literatura y lengua castellana comenzaban. Ahí, todo cambiaba.
El primer libro que leí (o el primero que recuerdo) fue uno de Julio Verne llamado “La vuelta al mundo en 80 días”. Era apenas una niña y segura estoy, que Phileas Fogg y de su ayudante Jean Passepartout me cambiaron la vida. “Conocí” Londres en tren, recorrí Calcuta sobre el lomo de un elefante, pasee por Yokohama en buque y visité Shanghai en una goleta, me perdí en Hong Kong en barco y anduve por Omaha en un trineo. Descubrí que lo mío era la literatura. Eran las palabras conjugadas y las letras bien escritas, eran los adverbios y los enunciados, era el pretérito pluscuamperfecto y las conjugaciones. Ahí era feliz, ahí me sentía plena, como una niña en una dulcería con la libertad de empacharse de caramelos.
Honor a quien honor se merece. Parte del amor que tengo por las letras se lo atribuyo a mi abuela paterna. Ella, una gran maestra de profesión pero sobre todo de vocación, me regaló una infinidad de tardes en su casa donde con paciencia y amor me enseñó a amar la lengua castellana. Su caligrafía era perfecta, recuerdo que la pluma resbalaba suavemente sobre el papel mientras dibujaba en una impecable letra cursiva la diferencia entre sujeto y predicado. Dicen por ahí que somos un poco de la historia que vivimos con las personas con las que nos relacionamos, mi abuela Pitú es sin duda uno de los personajes de mi libro de vida. La semana pasada cumplió 89 años, lúcida como siempre y coqueta como nunca, recordamos esas tardes juntas en las que, sentadas en la mesa de su cocina ella me enseñaba y yo le hacía compañía.