- Villa Unión. La casa con tejas de la abuela, aquella de mis primeros recuerdos, es ahora un Oxxo. Está a dos cuadras del restaurante El Cuchupetas, principal referente de Villa Unión, el pueblo del sur de Sinaloa donde naciste. Íbamos desde Culiacán en un Tres Estrellas de Oro, aquella línea de autobuses conducidos por choferes de mal trato. En Villa Unión iba al cine Nacional, que exhibía películas de Pedro Infante y de El Santo. Tú llorabas siempre que teníamos que volver a Culiacán. Me decías que a lo mejor era la última vez que veías a tu madre, pues estaba enferma y mayor.
- El Mercado Garmendia. Todos los lunes me llevabas al mercado Garmendia. Tú con una bolsa de ixtle, yo con otra. En ese tiempo las naranjas sabían a naranjas y las sandías a sandías. Siempre preguntabas los precios de las verduras y la carne. Lo hacías para quejarte: la queja era y es uno de los placeres preferidos de los clientes de los mercados. Me decías que la vida estaba muy cara. Terminadas las compras, íbamos por una lisa ahumada para llevar, en un restaurante que estaba enfrente del correo. Luego subíamos al camión El Rayito, para volver a casa. En el trayecto, escuchábamos en el estéreo del chofer, canciones de Leo Dan, Los Ángeles Negros y de Los Potros. Yo te miraba de reojo: eras una mujer bella.
- Tu espléndida cocina. Desde la cocina se gobiernan los apegos. Uno vuelve siempre a casa por la cocina. Por sus olores que son recuerdo. Por las conversaciones apresuradas de nuestras madres. Tu cocina lo era todo. Era una manera de demostrar amor por nosotros. Sentías que era lo que más podrías ofrecernos. Te esmerabas en gustar, sin esperar recompensas. Hoy veo cuán ingratos somos con quienes nos ofrecen su comida. Sus secretos de vida en sus sabores. ¿Por qué no te dábamos las gracias una vez que comíamos? ¿Por qué no te dijimos suficiente lo que nos gustaban tus guisos? Los devorábamos sin tener conciencia de su grandeza. Pero siguen aquí en nuestra memoria y no nos abandonarán nunca. Ese será nuestro homenaje por siempre.
- Tus esperas. Luego, y en contra de tu opinión más no de tu voluntad, tuve que irme a estudiar al Distrito Federal, ahora Ciudad de México. El cine y los libros me habían hecho crecer alas y saber que había otros mundos y que yo tendría que buscarlos. Fue el ir y venir en autobuses que hacían más de un día de viaje. Tú esperabas paciente mis regresos cada vez menos frecuentes. Tú decías: «ya sé que los hijos son prestados, y cada vez vuelven menos».
- El cajón de los recuerdos. En un recipiente de galletas finas, guardabas tus secretos. Aquellos aretes para ocasiones especiales, que nunca usabas ni en ocasiones especiales. La fotografía del estudio Escamilla de cada uno de nosotros con un pastel falso. Mechones de pelo. Cartas. No tenías ahí una fotografía de tu madre, pues nunca dejó que la fotografiaran, pero sí recortes de periódicos de quien sabe qué. Algunas monedas antiguas y una fotografía contigo, conmigo y mi padre el día de la graduación de la prepa.
- Nuestros silencios. Iba a comer hasta dos veces por semana a la casa paterna. Tú y mi padre comían muy temprano. Yo salía del trabajo a las tres. Me servías tus platillos del día y uno que otro recalentado. La edad ya se te había venido de regreso. Mientras comía, me acompañabas y veíamos la tele. Casi no hablábamos. No hacía falta: Tú te sentías feliz y yo queriendo que me duraras para siempre.
- Tu partida. Te fuiste sin despedirte una mañana. No pude dejar de pensar en todo lo que vivimos y el gran amor que nos diste. Me pregunté qué tan buen hijo había sido. Si había estado a la altura de tu cariño. Me respondí que sí. Ahí estaban todos nuestros recuerdos. Nuestras conversaciones y todas esas palabras que no nos dijimos. Los silencios también dicen cosas amorosas. Supe entonces, que aunque te hubieras ido, y estés donde estés, nunca me iría de tus brazos.