Cristian Nielsen
A propósito de las negras historias en la Academil
Quienes estén lejos del medioambiente militar y hayan visto películas como El sargento de hierro (Clint Eastwood) o La hija del general (John Travolta) podrían tener una aproximación al clima que enfrentan quienes eligen la carrera profesional de las armas. Las personalidades emblemáticas que las novelas o el cine han convertido en personajes de leyenda son muy abundantes, entre ellas la del general Douglas MacArthur, quien al final de su vida activa confesó a los cadetes de West Point que los viejos soldados nunca mueren, sólo se desvanecen…
Hasta ahí, lo poético y floridamente literario. La realidad es muy otra.
CAMBIO DE PIEL — Lo primero que se hace con un aspirante a militar profesional es borrar de su mente toda idea de individualidad. Se lo ayuda, con modales no precisamente amigables, a olvidarse del confortable clima de la familia y de la contención de los amigos. Lo primero que se le enseña al aspirante es que allí se está para obedecer sin siquiera chistar.
El mítico general George Patton lo dejó en claro en la arenga pronunciada ante el Tercer Ejército que iría a pelear en Europa. “Toda vuestra maldita carrera en el ejército habéis estado echando pestes contra lo que llamáis la ‘maldita instrucción’. Pero eso, como todo lo demás en este ejército, tiene un propósito bien definido: garantizar obediencia instantánea a las órdenes y generar un estado de alerta. Un ejército es un equipo, vive, come, duerme y lucha como un equipo. Todo ese asunto de la heroicidad individual es un montón de mierda”.
Estas líneas, vulgaridades incluidas, definen claramente lo que debe enfrentar quien elija el camino de las armas.
CURAS Y SARGENTOS — El primer mandamiento que aprende un soldado o un cadete es exactamente el mismo que obliga a quienes aspiran a ser curas: obediencia. No se puede ir por el mundo a predicar cristianismo si primero no se obedece verticalmente al Papa (el general en jefe), a los cardenales (el estado mayor) y sobre todo a los obispos, que son como los sargentos de compañía que viven muy cerca de la tropa. Ni la iglesia ni el ejército durarían 24 horas sin ese esquema piramidal de mando. En la guerra, se dispara primero y se pregunta después. En la religión, se bautiza primero y después se va viendo.
A VECES, EL INGENIO – En la vida militar, que no es el caso de quien esto escribe, no hay espacio para quebrar la regla fundamental: hacer lo que se le dice que haga. Las anécdotas son infinitas, como la de ese sargento que ordenó a un soldado conseguir una bolsa de cal hidratada para pintar los cordones de las veredas y los troncos de los árboles del cuartel. El soldado fue y vino sin la cal. “No hay, mi sargento”. El soldado fue reenviado esta vez bajo consigna: “Si no hay, invente, pero traiga”. Eso, en la milicia, quiere decir mucho, desde pedir prestado hasta robar, si fuera necesario… pero las veredas y los árboles tenían que estar pintados antes de la retreta. Porque otra ley de la vida cuartelera es que todo lo que se mueve se saluda y todo lo que está quieto se pinta.
En la faena diaria, en cambio, la tropa se ingenia para obtener lo que busca a cualquier costo. El truco consiste en no ser pillado en falta o el destino será el calabozo o limpiar las letrinas con un cepillo de dientes.
En Sin novedad en el frente, la novela de Erich María Remarque, el soldado más apreciado por la compañía era un tal Stanislav Katczinsky, no por su arrojo en batalla sino porque era el que sabía exactamente donde encontrar comida fresca, desde huevos de gallina hasta cerditos listos para la parrilla. En campaña, esa habilidad es invaluable.
INSTRUCCIÓN, NO SADISMO — En los sistemas cerrados de obediencia debida, los abusos son moneda corriente. La ley no escrita parece ser qué tanto castigo puede soportar el aspirante sin abandonar, sin salirse. Los calificativos de flojo, marica y términos mucho peores son comunes durante el periodo de formación.
En semejante ambiente no es raro que aparezcan personalidades enfermas que confunden instrucción con tortura. Esos monstruos pueden estar mimetizados bajo el carácter de severidad y autoridad hasta que la máscara cae y surge el sádico en toda su dimensión quien, amparado en una versión criolla de la omertá (*) que reina en los recintos cuarteleros, impone su voluntad y disfruta con el sufrimiento de la tropa.
Periódicamente, estos comportamientos rompen el riguroso régimen académico y sorprenden a la opinión pública. Así, años de trabajo profesional se van al tacho de basura y provocan un daño enorme a la institución militar.
Y sobre todo, destruyen la vida de personas que eligieron una carrera a la que habían decidido entregar su vida.
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(*) Omertá, código de silencio de la mafia siciliana.