Se puede entender la preocupación de Francisco sobre la violencia en el Paraguay. “Con la violencia nadie gana y todos pierden” dice el Papa. La frase suena muy bien, genera buenos títulos y si viene acompañada de advocaciones a la Virgen de Caacupé, tiene efectos expansivos muy contundentes en la comunidad católica.
El problema es que esta sentencia pontificia parece inspirada en las manifestaciones, choques con la policía y declaraciones incendiarias de gente que ha salido a la calle a enrostrarle al Gobierno dos cosas: su incapacidad de gestión expuesta por la pandemia y la corrupción metastásica que impregna los asuntos de gobierno.
Tal vez Bergoglio -que es inteligente, por algo llegó a Papa- se haya hecho la película completa y considere que la violencia no tiene una sola cara, la de las manifestaciones y escraches a hombres públicos y mujeres públicas. Que está la otra violencia, no tan visible porque se esconde como una enfermedad repugnante: el robo descarado, la postergación de objetivos de dignificación humana, y la falta sistémica de servicio al ciudadano. La captura del Estado, en suma, como botín exclusivo de una élite de sinvergüenzas adherida con sopapas y tubos de succión al erario público. Y es posible que también haya advertido que tan corrosiva como la corrupción es la ineficiencia programada, ejercida por levas completas de “gobernantes” que serían incapaces de regentear una despensa de barrio sin quebrarla en una semana.
Pero Bergoglio prefirió el combo más rentable de manifestaciones-cortes de ruta-escraches que se meten fácilmente en videos cortos a los que adherir textos de tono gravamente pastoral, bajándose mientras tanto de aquel celebrado “hagan lío” del comienzo de su papado.
A la gente ya no se la calma con oraciones e iconografías mágicas. La gente está harta de que la roben en sus narices, que los ladrones del Gobierno se repartan el dinero público de manera inmoral y pornográfica mientras privan de medicinas los hospitales y dejan en la calle a enfermos terminales. Esta violencia es mil veces peor que una vidriera rota, un tránsito cortado o un funcionario desleal corrido a escobazos de un sitio público.
No se confunda, don Bergoglio. La gente lo tiene todo bien claro, al menos en el Paraguay.
Que no sepamos ponerle remedio, esa es otra historia.