Desde aquellos días trágicos en los que Horacio Cartes intentó forzar la reforma constitucional para ser reelecto, no recordaba una indignación tan fuerte de la sociedad y que tuviera claras posibilidades de materializarse en forma de reacción violenta contra la clase política.
Para hacerla corta, los diputados entraron en pánico al imaginar a gran parte del país escrachándolos si llegaban a aprobar la llamada «Ley de Insolvencia», que había pasado ya por el Senado.
Tras el rechazo, algunos senadores como el cartista Sergio Godoy pidieron «perdón» por haber aprobado el proyecto enviado por el Ejecutivo y que instaló en la sociedad una idea simple y contundente: nos atrasábamos dos meses con una deuda y podían rematar todo lo que tenemos para cobrarla.
Probablemente la ley no era tan contundente así, pero contra esa percepción era imposible luchar.
Si bien referentes del Ejecutivo como Benigno López y Juan Ernesto Villamayor defendieron la iniciativa, los legisladores ya olfateaban que apoyarla era suicida y dieron marcha atrás. No porque les interesaran los efectos sobre la gente, sino porque no se animaban a enfrentar su ira. Y esta vez sabían que podía traspasar el límite cómodo de los insultos en redes sociales.
A veces, incluso cuando un proyecto de ley parezca estar bien redactado y tenga fundamentos, pesa más el momento y la forma en la que haya sido aprobado. El secretismo con el que actuaron, aumentó todavía más la paranoia de que cualquiera de nosotros, endeudados, pudiera caer en una real «insolvencia».