En nuestro ajetreado día a día, solemos confundir problemas con dramas y viceversa.
Esta confusión emocional puede llevarnos a sobredimensionar situaciones que, en
realidad, podrían tener una solución muy simple. Un problema es un desafío concreto
que requiere de acción para superarlo, mientras que el drama es alguna carga
emocional que suele alimentarse de la interpretación subjetiva. Aprender a diferenciar
ambos conceptos es clave para vivir con mayor serenidad y eficacia.
No todo problema merece lágrimas ni angustia. Hay dificultades que, aunque
incómodas, se solucionan con lógica, paciencia y voluntad. Convertir cada desafío en
una tragedia solo agota nuestra energía y nubla nuestra capacidad de reacción. Por
otro lado, hay dramas que no son problemas reales: una discusión sin consecuencias,
una emoción intensa ante un cambio, o incluso una reacción exagerada ante algo
trivial. Estos momentos no requieren soluciones, sino contención emocional.
La madurez emocional requiere saber cuándo actuar y cuándo simplemente sentir. Si
tratamos cada drama como un problema, corremos el riesgo de querer “solucionar”
eso que solo necesita ser vivido. Y si tratamos cada problema como un drama, nos
paralizamos ante lo que podría resolverse con un simple paso. Esta distinción no solo
ayuda a nuestra salud mental, sino también a nuestras relaciones, al evitar conflictos
innecesarios.
En resumen, reconocer que no todo problema es un drama ni todo drama es un
problema resulta muy liberador. Nos permite vivir con mejor equilibrio, sin caer en la
trampa de la exageración ni en la indiferencia. Es todo un acto de inteligencia
emocional que mejora nuestra manera de vivir la vida.

Licenciado en ciencias politicas (UNA), editor, comunicador, productor y editor de contenido creativo para medios de comunicacion o intereses particulares
