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El jardín Pandémico

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Adelanto del libro EL JARDÍN PANDÉMICO de Benjamín Fernández Bogado de próxima aparición por la Editorial Libre

 

La pandemia se inició en una remota ciudad de China y tardó muy poco para que el virus nombrado Covid-19 pusiera de rodillas y confinado a todo el mundo. Nunca un hecho sanitario había tenido una propagación tan veloz que, como seres humanos nos unió dramáticamente ante el miedo de la muerte y por el desconocimiento absoluto para enfrentarlo con medicamentos conocidos. Esto sacó lo mejor y lo peor de cada uno de nosotros. Nos hizo retornar a lo local, a lo particular y a lo íntimo desde nuestra soberbia infinita y global. Fue un ingreso desde lo social legitimante de nuestra condición gregaria a la espiritualidad más urgente de lo íntimo y lo personal. Desde la costumbre reiterada de la multitud y el ruido a la mirada reflexiva, individual y silenciosa.

Recuerdo muy bien ese martes 10 de marzo de 2020 como si fuera ayer. Nací y vivo en Paraguay a pesar de haber habitado casi una década en varios países del mundo (España, Estados Unidos, Ecuador, México e Inglaterra). Conozco más de 100 países y he sido el cronista de ese mundo y de mi país desde muy joven. Cubrí la propagación del cólera en el Perú en la década de los noventas del siglo pasado. Este año pensaba celebrar el 26 de marzo mi ingreso triunfal a la ancianidad. Afortunadamente pasó sin que nadie se diera cuenta y es quizás de las pocas cosas buenas de esta tragedia. De nuevo, el egoísmo o la coquetería ante la dimensión abrumante de sobrevivir una pandemia.

Mi país es una isla remota al interior de un subcontinente plagado de malos gobiernos, pobreza, desigualdad y confrontación cotidiana ante la muerte. Y más para nosotros los paraguayos que venimos de ella: de la muerte. Hemos sido paridos por la parca luego de que una guerra genocida que había acabado con el 85% de nuestra población justo hace 150 años. La confrontación contra la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay) había concluido – eso lo creíamos- un 1 de marzo de 1870 dejando el país convertido en un gran osario. Sin embargo seguimos cargando la pesada cruz del sobreviviente. Hoy para una población joven -más del 60% tiene menos de 30 años- la vida es un regalo cotidiano. Mis padres no conocen a sus abuelos, todos nacidos hacia el final de la guerra de aniquilamiento o comienzos de la reconstrucción de una patria levantada sobre los escombros de una experiencia frustrada de desarrollo. Solo supe de una bisabuela que se llamaba igual que mi madre y que cuando la saludé de niño llevaba décadas de haber perdido el juicio (la memoria), como nos advertían por esas épocas.

Los paraguayos nos persignamos ante la muerte porque de ella hemos emergido y por eso también toleramos tanto a los corruptos, ladrones y mentirosos pero no así a los asesinos. Todo lo anterior es parte de la supervivencia y las hicimos parte de nuestra mochila cultural con la que caminamos desde hace 150 años en “este valle de lágrimas gimiendo y llorando” como reza esta oración católica tan escasamente optimista pero popular en tiempos de pandemia.

La peste nos llevó a nuestra primigenia condición como República: encerrados ante la hostilidad de un mundo amenazante. No nos ha sido extraña esta situación y fueron muy pocos los que lamentaron el cierre de fronteras. Las tres ciudades más pobladas e importantes del país (Asunción, Ciudad del Este y Encarnación) limitan con poblaciones de otros países (Brasil y Argentina). Vivimos tan cerca geográficamente de ellos pero tan lejos culturalmente. Nos refugiamos al interior de nuestro viejo y conocido caparazón, el mismo donde nos encerró un dictador supremo: Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) quien luego de una experiencia cultural en Córdoba (Argentina) siempre desconfió de todo aquello que viniera de afuera. Nunca sabremos el impacto que habrá tenido en él la lectura sin guía del ginebrino Jacques Rousseau. Tanto temía al mundo que confinó a uno de los hombres más cultos de su época el francés Aimé Bonpland a Santa Maria (Misiones). No tuvo ni interés en conversar con ese extraordinario científico europeo que aprovechó su tiempo para observar la botánica paraguaya y amar a doncellas lugareñas.

Paraguay es un país aislado e ignorado al punto que debemos corregir de forma permanente a los que conocemos en el exterior y que lo confunden con otro país que acaba en “guay” : Uruguay con el que además nos une varios hechos de nuestra historia común. Aquí acabó –confinado como no- el héroe máximo de los Orientales: José Gervasio Artigas en Curuguaty y los negros que lo acompañaron fueron destinados y confinados a un gueto con el sonoro nombre de cambá cuá (agujero de negros). Estaban prohibidos de salir y de rejuntarse con los criollos. En ese tiempo de oscuridad prolongada, Francia cortó vínculos con la iglesia católica, apostólica y romana y levantó en su lugar una cristiana paraguaya e.. insular.

La pandemia nos hizo devolver a nuestros orígenes primigenios. No hizo mucha falta la coerción ni costó demasiado como disciplina social. Era finalmente, nuestra forma de ser y la convicción absoluta que después de tantas muertes no sería un virus nuevo que acabaría con nosotros en racimo. No lo fue la “gripe española” de 1918 en plena guerra civil nuestra donde importaban más los dislates de un energúmeno llamado Coronel Albino Jara que los costos de esa pandemia que se cobró casi 100 millones de muertos a nivel mundial. La revuelta revolucionaria empezó en 1904 y acabó en 1924 con pandemia incluida. La historia recuerda más la expresión de “pea piko ara tera Jara” cuando escuchaba un trueno y la poblaciòn se preguntaba si lo que oyeron eran las tropas del levantisco coronel o la inminencia de una lluvia tropical. Era también el tiempo de los intelectuales y de personajes extraños que varados en su tránsito por la vida descubre de improviso a esta “isla rodeada de tierra” con seriedad, frustración y compromiso. Por aquí pasó el equivocado peninsular Rafael Barret acaso el más grande escritor español de su época parangonado a la altura de Valle Inclán que no titubeó en elogiar y condenar el país que lo acogía. Era el mismo que decía que el Paraguay era un país hermoso pero duro, donde unos pocos tenían suerte pero no la gran mayoría de su pueblo. Y, que había heredado de su España natal dos de sus peores defectos: la envidia y la inveterada tradición de expulsar a sus mejores hijos.

La pandemia golpeó las puertas de un país cerrado a cal y canto y como nunca la descripción barretina nos devolvió a nuestra realidad histórica especialmente para una Nación que considera que parecerse a la historia y no al futuro es simplemente ser fieles.. a nuestras raíces. Los compatriotas de afuera que hacen que Buenos Aires sea la urbe más poblada por paraguayos quisieron volver pero se encontraron ante el rechazo de los mismos que se nutren de las remesas enviadas por ellos para sostener a los propios. Cruel ironía, de las tantas, de estos tiempos de pandemia.

La peste secó las aguas de los ríos, empobreció al país más que la pobreza donde habitaba y exacerbó sus peores defectos arrinconando sus virtudes a un solo mandato: sobrevivir. La historia de un país que forjó fortunas en medio de las desgracias volvió a la memoria genética de algunos que se frotaron las manos para pegar el manotazo de la corrupción con el que muchas familias ilustres emergieron en esta tierra del contrabando, la traición y la sobrevivencia. La educación notablemente alabada en público y despreciada en privado se pospuso por un año. A nadie le importó, total ya veníamos desde hace décadas proscribiendo de entre nuestras prioridades. La salud -el centro y razón del confinamiento- mostró la lacerante realidad de un país enfermo de corrupción en su acepción más amplia. No solo en alzarse con aquello que no es de uno o en la sobrefacturación de insumos sino en el sentido de echar a perder sueños y aspiraciones de muchos.

El naufragio se rapó la cabeza y con dolores de reuma corrupcional nos contaba cada noche el número de infectados, algunos muertos, unos cuantos internados para luego acabar con el lugar común de nuestras desgracias: los que vienen de afuera traen la peste y quedaron en albergues. Por supuesto el entorno burocrático centró sus prioridades en el monto y volumen de lo que había que robar. El año anterior 2019 el ministerio de salud no había ejecutado ni el 46% de su presupuesto asignado. Cuando llegó la peste no habían camas de terapia intensiva, respiradores, tapabocas ni equipos de bioseguridad. Estábamos desnudos ante la pandemia y había que cerrar el país y confinar a su población más por codicia y mantenimiento de poder que por cuestiones de solidaridad y real preocupación social. El país no estaba ni está listo para soportar más muertos y un número superior a 30 ponía en riesgo la continuidad de cualquier gobierno. Se cerró el país y nos encerramos todos los paraguayos. Sabíamos de lo que se trataba, de ahí venimos y quizás como Corea del Norte, pero sin poder nuclear, somos capaces de aceptar el confinamiento como una forma natural de vida.

En este tiempo decidí redescubrir el mundo desde mi jardín. Vivo en una localidad cercana a Asunción que lleva el nombre de un prócer de la independencia ahorcado: Fernando de la Mora y en un barrio que anteriormente se denominaba “Cocué guazú” o chacra grande. La producción de alimentos es parte de la memoria de estas tierras por donde pasaron patricios españoles y codiciosos jesuitas. Aquí tuvieron sus campos de aprovisionamiento y sus tambos de ganado vacuno. Por aquí se construyó las vías de un “tren lechero” que no solo llevaba ese producto sino que legó en la memoria cultural una de las piezas musicales que mejor describe nuestro carácter con el mismo nombre de ese ferrocarril transportador de lácteos. Me mudé de Asunción hace más de 35 años cuando esto era un sitio absolutamente marginal. Sin energía eléctrica ni agua corriente tuve que echar mano a un distribuidor del líquido vital que los traía en un carro tirado por un asno tres veces a la semana. Tiraba el agua del tambor en un pequeño reservorio desde donde subía a un tanque ubicado en la parte superior de la vivienda. La avenida que rescataba el nombre de la zona en sus tiempos coloniales: Zavala –cué o antiguas tierras de la familia Zavala tenía un pésimo empedrado talvez construido por prisioneros de la dictadura condenados a penas de tortura cotidiana. Las piedras quedaban donde se las lanzaba y eso me llevó a denominar a la pomposa “avenida” con el nombre real de “sarambi cué” o sitio del desorden viejo.

Mi casa ubicada en una calle sin salida acaba en uno de los pórticos de entrada de una residencia del Opus Dei. El jardín es suficientemente grande, casi 800 metros cuadrados. Ahí decidí en los tiempos pre pandemia a combinar un sitio de árboles típicos del país con frutas tropicales y flores regionales y exóticas. Hay un total de 23 árboles que dan frutas durante todo el año (uva, guaraná, guanabana, mango, aguacate, ingá, durazno, carambola, limón, naranja, guayaba, acerola, pomelo, níspero lichi, manzanita, quinoto, pitahaya,yvapurũ, yvapovo, apepu, coco, ñangapiry y papaya). Un árbol inmenso de palo borracho o samuu y las tres variedades de lapacho (tajy): rosado, blanco y amarillo que alojan entre otros a 50 plantas de orquídeas. Los enemigos permanentes son las hormigas de distinto tamaño y origen, las termitas, los grillos, los hongos y las violentas tormentas tropicales que dejan siempre un tendal de daños. En la copa de los árboles habitan pájaros de distintas especies y estacionalmente visitan sus copas florecidas miles de loros y colibríes provenientes del seco Chaco Boreal occidental. También hay murciélagos -que no se comen como en Wuhan- pero habitan en las ramas de las plantas de mango. La fiesta es permanente de sonidos desde muy temprano y a esos habitantes no les importó para nada vivir en pandemia. Son sobrevivientes de la cada vez más creciente urbanización de nuestras ciudades. Vivo a 8 kilòmetros del centro de la capital. Cuando me mudé quedaba a 20 minutos de viaje en auto ahora con el tránsito en horarios pico no baja de una hora y media. Aquí en el jardín hay mucho trabajo por hacer todos los días desde limpiar, cortar, abonar y regar. Me ha hecho muy bien recuperar mi vitalidad en estas tareas y profundizar mis reflexiones en el diálogo con mis plantas que al regarlas en realidad se transforman en largos monólogos sobre la vida en tiempos de pandemia.

Este es un libro sobre esa larga conversación desde mi jardín pero al contrario de la obra de Jerzy Kosinski donde el jardinero Chance sale y deslumbra al mundo con su ingenuidad pueril, en mi caso he vuelto desde afuera hacia adentro para refugiarme en el diálogo con mis plantas que metafóricamente describe una conversación conmigo mismo que quisiera compartirla con uds.

Esto es solo eso un diálogo finalmente un pretexto confinado y compartido por más de 110 días.-

Equipo Periodistico
Equipo Periodistico
Equipo de Periodistas del Diario El Independiente. Expertos en Historias urbanas. Yeruti Salcedo, John Walter Ferrari, Víctor Ortiz.

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