Cada vez que se descubren chanchullos en algún proceso licitatorio, una ola de indignación atraviesa a la sociedad. Las condenas estallan y chisporrotean para luego calmarse hasta el siguiente caso. Y son tantos los destapes que prácticamente habría que vivir en un estado de permanente indignación si se respondiera a todos ellos, cosa obviamente imposible. Esto lo saben los piratas de las licitaciones, que ya le han tomado el tiempo a la sociedad y esperan con paciencia a que los titulares desaparezcan de los diarios, que son sus principales perseguidores.
El problema de las licitaciones amañadas no se limita a los montos defraudados sino a las consecuencias que se arrastran. Aparte del asalto al tesoro público, el país debe cargar con el peso de obras mal hechas, hechas a medias o, peor aún, nunca realizadas.
Tomemos uno de los últimos ejemplos. Se trata nada menos que de 185 establecimientos educativos destinados a prestar un servicio invaluable a la formación de niños de la primera infancia. Si esos espacios no se terminan a tiempo o no reúnen las condiciones apropiadas de uso, el daño que se produce a todo el proceso es aún más inestimable.
El mal empleo o malversación de recursos públicos destinados a obras de infraestructura es un clásico dentro de las innumerables formas que los sinvergüenzas encuentran para quedarse con dinero que no les pertenece. Y tan grave como el robo liso y llano es el mal uso de recursos valiosos. A mayo pasado, el tesoro público había remitido a los gobiernos municipales y departamentales casi un billón (996.000 millones) de guaraníes, entre dinero del FONACIDE y de los royalties de las binacionales. Ese mismo mes vencía el plazo para la rendición de cuentas, cosa que no habían hecho 56 de dichos gobiernos. ¿Gestión ineficiente, ocultamiento? Como quiera que sea, si alguien no informa qué ha hecho con fondos que le han sido confiados, hay derecho a sospechar.
Las consecuencias de una mala aplicación de recursos públicos son muchas: rutas que se destruyen a poco de inaugurarse, edificio que se agrietan y servicios que no se prestan. Dinero robado o derrochado cuyas consecuencias son el atraso y la postergación.
Ese es el daño principal, no sólo el fraude en sí mismo.