Fue Adriano Irala Burgos, catedrático, político y filósofo, quien asignó a los sucesos del 2 y 3 de febrero de 1989 la condición de intermedio entre dos acontecimientos: la noche de la Candelaria y el amanecer de la festividad de San Blas. Fueron alrededor de 12 horas de disparos, corridas y explosiones que dejaron un número de muertos que tal vez nunca se sepa con exactitud, algunos agujeros en las paredes del Regimiento Escolta y un legado del cual no nos estamos mostrando ser dignos luego de 32 años.
Tal vez una de las pocas cosas que estemos honrando sea el apego a las formalidades de la democracia. El par de intentos de quebrarla -el fallido golpe de abril del ‘96, la insurrección de marzo del ‘99- sólo sirvieron para fortalecer el convencimiento de que todo retroceso hacia formas dictatoriales de gobierno es un camino vedado. Ojalá que para siempre.
También hemos consolidado un modelo de economía que, con sus luces y sus sombras, se muestra eficiente y competitivo, incluso salvando las duras condiciones que nos impone la mediterraneidad para comunicarnos con mercados por completo globalizados.
Pero en donde estamos fallando, y gravemente, es en detener la degradación que ha ido sufriendo la representación popular, combatir la corrupción que ha hecho metástasis en el Estado y revertir la inutilidad de la justicia para restaurar los bienes dañados, tanto materiales como morales. Queda en evidencia que ningún gobierno, durante estos 32 años, ha podido no digamos erradicar sino aunque sea frenar y mucho menos disminuir la corrupción dentro del Estado.
La frenética calesita de nombramientos ministeriales en que ha caído últimamente Mario Abdo Benítez muestra esa impotente desesperación ante los hechos consumados. La Policía descaradamente recaudadora de que hablaba el hoy ex ministro del Interior, actual Canciller, es una radiografía descarnada de una realidad contra la que nadie se anima.
El impúdico festín con las licitaciones públicas se ha vuelto indetenible mientras la justicia se ha convertido en un mecanismo validador de la impunidad que consagra el delito organizado y el robo institucionalizado. Y la bajísima calidad de los integrantes del Congreso es el remate lastimoso de esta faceta negra de nuestra República.
Ya lo preguntamos antes: ¿Cómo salimos de ésta? Por ahora, no hay respuesta.