Ayer decíamos que la caída de Evo Morales de la Presidencia de Bolivia fue el resultado de una crisis de legitimidad. Empeñado desde el primer día en quedarse indefinidamente en el Gobierno, Evo hizo lo indecible, y hasta lo imposible, en esa dirección, como por ejemplo, transformar la más alta magistratura que tiene todo sistema republicano en un derecho humano en lugar de lo que consagra la Constitución: un derecho político estrictamente reglamentado.
Los bolivianos le dijeron dos veces no a Evo en su propósito de reelegirse indefinidamente. Primero, fue la propia constitución de 2009, al establecer que tanto el presidente como el vice podrán ser reelectos “de manera continua por una sola vez”. Cuando en 2016 repitió su intento en un referéndum, el 52% le volvió a decir no. Fue entonces cuando Evo, in extremis, apeló al tribunal que ejerce el control concentrado de la constitucionalidad boliviana el cual, en un curioso fallo repleto de inconsistencias según los analistas, se allanó a sus tozudas pretensiones.
Evo se fue y se llevó con él toda la estructura del Gobierno, incluidos los presidentes de ambas cámaras del Congreso. Eso se llama vacío institucional, que Jeanine Añez, hasta el martes 12 vicepresidenta segunda del Senado, intentó llenar proclamándose presidenta interina del Estado Plurinacional de Bolivia con el voto 11 senadores presentes y en ausencia de los 25 masistas moralianos, es decir, por minoría absoluta. El remiendo de urgencia lo aportó el Tribunal Constitucional -el mismo que había autorizado a Evo a atornillarse en el cargo-, el cual otorgó inmediatamente legitimidad de mandato a Añez arguyendo que “el funcionamiento del órgano ejecutivo de forma integral no debe verse suspendido”.
Bolivia tiene, desde entonces, una presidenta “ipso facto”.
Añez remachó su impronta colgándose en bandolera la banda presidencial, una liturgia reservada para la culminación de un proceso electoral legitimado con el voto popular, en comicios transparentes y con resultados aceptados por todos los participantes. Hacerlo ante un Senado semivacío y con creciente violencia en las calles es una provocación que puede llevar la inestabilidad institucional a territorios impredecibles.
¿De la sartén al fuego?