Bolivia padece los efectos de una crisis de legitimidad de mandatos, inmersa en un denso caldo de efervescencia social y, por añadidura, jaqueada por una situación fiscal bastante comprometida.
Evo Morales no puede echarle la culpa de su caída a sus adversarios políticos o a una conspiración internacional. Encerrado en su burbuja, lanzado a cualquier precio a una reelección indefinida, hizo caso omiso de síntomas claros del hartazgo de una buena parte de los bolivianos.
Evo llegó al poder con la idea fija de quedarse en él indefinidamente. Lo demostró desde el vamos. Una asamblea constituyente llena de sobresaltos e irregularidades terminó por negarle esa ambición. Pero el hoy exiliado no se entregó. En 2013 y 2016 apeló al Tribunal Constitucional solicitando la eliminación del “molesto” límite impuesto por la Carta Magna a la reelección. Generosamente, el tribunal termina concediéndole el recurso con el argumento de que la disposición “discrimina al actual presidente y viola su derecho humano a participar en política”. Así, apartando la Constitución como si fuera un tacho de basura, se lanzó a la conquista de su cuarto mandato. Pero como las elecciones que debían entronizarlo no le sonrieron con sus resultados, no tuvo mejor idea –él o sus esbirros más fieles- que alterar resultados. Dos informes de auditoría confirmaban las sospechas de sus más directos adversarios políticos. Literalmente, Evo intentó robar ese cuarto mandato. Fin de la historia.
En un país con profundas grietas raciales, Evo se encargó de profundizarlas. Y sigue haciéndolo. Ya lejos del poder, dice en su carta de renuncia: «Empezamos el largo camino a la resistencia para defender los logros históricos del primer gobierno indígena que termina hoy». Ergo, Evo no gobernaba para los bolivianos sino para los indígenas bolivianos.
Evo no solo deja un vacío de poder sino también una economía contradictoria y altamente inestable. Su Gobierno lanzó al país a una senda de crecimiento sorprendente ya que el PIB per cápita y el nominal se cuadruplicaron desde 2005. Pero deja el déficit fiscal más alto de Latinoamérica, 7% al cierre de este año, una verdadera bomba de tiempo.
Quien asuma en Bolivia el Gobierno no lo tendrá fácil. El caos emergente es el típico producto de una crisis de legitimidad fogoneada por ambiciones políticas fuera de control.