En los tiempos oscuros de la dictadura, Caacupé era una de las pocas esperanzas de respirar el oxígeno de la libertad tras un año de abusos, clausuras, detenciones arbitrarias, exilios… Se esperaba con gran expectativa el mensaje central de la misa del 8 de diciembre, mientras se bebían casi clandestinamente las encendidas homilías del novenario.
Libertad, respeto a los derechos humanos, juego limpio en las urnas, recambio de dirigencias encallecidas en el poder eran las demandas más repetidas. La corrupción quedaba en un segundo plano, difuminada por un esquema totalitario que lo copaba todo.
Caído el régimen, recuperadas las libertades y agotadas las mieles de la transición, la corrupción, terminando de sacudirse los escombros de la dictadura, empezó a mostrar sus mil y una facetas. La reconstrucción institucional encaminada por la Constitución de 1992 puso de pie a la República y abrió ventanas de esperanza. Transcurridos 33 años de aquel momento inaugural, hay una sensación de desgaste porque las respuestas que se esperaban desde el amanecer de la democracia tardan en llegar, se tornan esquivas, parecen transformarse en otra cosa por el camino. Surgen nuevas amenazas, nuevas acechanzas, por ejemplo, contra la libertad de prensa.
Durante la dictadura, oponerse al régimen y denunciar la existencia de presos políticos garantizaba una respuesta contundente: cárcel, juicio arbitrario o exilio. Y en no pocos casos, desaparición.
Ahora, en democracia, investigar actos de defraudación pública, enriquecimiento ilícito o vínculos con el crimen organizado también tiene dos salidas: asesinato por encargo o juicio penal alegando difamación, calumnia, injuria, etc.
La maquinaria estronista de sojuzgar no mandaba mensajes, actuaba.
La maquinaria de corrupción de hoy es experta en amenazar, extorsionar y enjuiciar a medios y periodistas amparada en una legislación que equipara una investigación periodística rigurosa con una reyerta de futbolito entre solteros y casados.
Los enclaves de corrupción son tremendamente poderosos y con raíces que se hunden profundamente en el cuerpo social. Se ríen de una justicia timorata, de controles tibios y espantadizos. Sólo le temen a una cosa: un periodismo decidido a investigar y a sacar a la luz todo el pus acumulado.
El gran compromiso de la política decente es consolidar la libertad de prensa y librarla de las acechanzas que intentan llenarla de mordazas. Son otros tiempos y necesitamos otras leyes.