Diva Ávila – Consultora internacional en derecho Económico y Derechos Humanos
Con la crisis del COVID-19 se pronostica una mayor concentración en los mercados, esto no solo debido a las quiebras empresariales, sino a la falta de liquidez y solvencia que orillará a más de una a vender acciones, integrarse, fusionarse, etc.; así como también al desistimiento de nuevos emprendimientos.
Uno de los grandes problemas de mercados concentrados, o con un número reducido de oferentes es que está íntimamente relacionado con un bajo nivel de competencia. Las empresas que carecen de competencia no necesitan realizar ningún esfuerzo para capturar la atención y elección del consumidor, por el contrario, carecerá de incentivos para innovar, perfeccionar servicios e incluso optimizar los precios.
En contrapartida, los consumidores, también golpeados por una crisis que no da tregua, seguimos aprovisionándonos de bienes y contratando servicios, con la capacidad de elección cada vez más reducida y por tanto, con precios cada vez más elevados.
Frente a este escenario, los gobiernos tienen dos retos importantes. El primero generar incentivos e instrumentos de financiamiento para las micro, pequeñas y medianas empresas, pues a pesar de la importancia de su rol en la economía, enfrentan grandes dificultades para acceder a créditos, incluso antes de la pandemia.
El segundo reto cosiste en la implementación oportuna y efectiva de las normas para controlar las concentraciones, pues sería un error ajustar los estándares de análisis para aprobar transacciones que tendrán efectos nocivos y duraderos en los mercados.
Un mercado robusto, donde las empresas compitan libremente por la elección de los consumidores tendrá como consecuencia una mayor competitividad, pues las empresas se verán abocadas a desarrollar ventajas con respecto a sus competidores tales como mayor calidad, una mejor imagen o una logística más desarrollada e incluso mejorar los precios, lo cual redunda en un beneficio para todos.
