Se ha escrito mucho sobre Afganistán y su rendición ante los talibanes. Muy humano, frente a una debacle, buscar culpables. Como no podía ser de otra manera, la demagogia socialista, tozuda, terca e inamovible en sus obsesiones, ha aprovechado la ocasión para concentrar sus ataques en Estados Unidos que, para bien y para mal, sin duda es un actor principal y tiene, como es lógico, su parte de responsabilidad.
Sobre este asunto, muchos han señalado con razón que el exceso de ayuda internacional sin control no soluciona los problemas, sino que incluso hunde más a los países que se pretenden «salvar». Pero pocos han explicado el por qué. En efecto, en estos días de verdadero luto para quienes creemos en la dignidad del ser humano y en el respeto a sus derechos fundamentales más allá de toda religión, ideología y régimen político, el papel que ha jugado la corrupción en el fracaso de la misión «política, militar, democrática y humana» de Afganistán ha sido inmenso.
Pese a los continuos avisos de diplomáticos, militares y observadores profesionales presentes en la zona, no se hizo lo suficiente para poner límites a la corrupción e incluso asistimos al bochornoso espectáculo de los políticos que negaron la realidad y desoyeron las recomendaciones de los expertos. Como señala María Antonio Sánchez-Vallejo desde Nueva York, hasta once informes oficiales advirtieron de las debilidades de un proyecto que ya en el 2010 se tragaba el 25% del PIB nacional por la corrupción. El Archivo de Seguridad Nacional destaca la corrupción endémica, en las más altas esferas y en la ciudadanía, pues con frecuencia se tenía que pagar un «peaje» para la realización de las actividades más básicas, incluso para poder acceder a derechos ciudadanos fundamentales, como es la salud.
El fracaso de la misión democrática en Afganistán nos deja muchos aprendizajes, uno de los cuales queremos destacar aquí: hasta las mejores acciones, intenciones e inversiones se pierden dramáticamente cuando no van acompañadas de un plan contundente que evite, todo lo posible, el flagelo de la corrupción; ella viola el estado de derecho y sin éste no hay evolución posible hacia una democracia constitucional con reglas claras que regulen la convivencia. Sin principios y normas del juego precisas, transparentes y fuertes, que resistan los embates de los corruptos, difícilmente se genera, en las personas que deben liderar el cambio, la confianza suficiente y necesaria en todo proceso de transformación.