Hay momentos en la vida en los que se junta todo. Uso la analogía de que se siente como esa ola del mar que llega con una fuerza tremenda, esa que te revuelca envolviéndote en agua salada y arena, esa que te desabrocha el traje de baño y el pelo cubre tu rostro entero. Mueves los brazos, pataleas con vigor y energía, pero no logras llegar a la superficie. Nadas contra la corriente y sigues tus instintos para no ceder, y cuando las puntas de los dedos de tus pies logran sentir lo sólido de la tierra, esa ola una vez más te regresa a mar abierto. Nadie te ve, gritas, mueves los brazos, sacas fuerza de donde sea intentando, procurando, buscando aire para sobrevivir.
Estos momentos llegan cuando se quiebra una relación, la muerte o enfermedad de un ser querido, por el estrés laboral o la inestabilidad económica. Cuando pasan cosas como esas, los síntomas se presentan de diversas maneras. Picos de ansiedad o pánico, cansancio físico o en largas noches de llanto. Agotamiento mental, incertidumbre, miedos o una reacción totalmente contraria. Cada quien lo vive a su manera, lo transita como quiera.
Y cuando todo lo anterior te abraza como esa inmensa ola, es que buscas distraer tu mente para no enfrentarte a esos miedos y demonios internos. Damos vueltas para encontrar excusas. Nos distraemos con pensamientos que poco ayudan o perdemos horas en redes sociales para alimentar el ego. Para evitar a toda costa estar por fin en silencio y mirarnos un largo rato al espejo. ¿Qué es lo que quiero?, ¿para donde voy?, ¿cómo me construyo de nuevo?.
Cambiar requiere una dosis tremenda de valentía y renunciamiento. Porque pasamos, como la oruga, por un proceso de metamorfosis a lo largo de toda nuestra vida. Porque lo único constante es el cambio, siempre y cuando cedas, comprendas que ahí está el verdadero crecimiento personal. Pasamos pues por un proceso de deconstrucción y evolución, como pasa también con nuestro cuerpo, hay células que mueren y se regeneran con el tiempo. Es un proceso natural y necesario para seguir andando.
Las distracciones son necesarias al menos un rato. Despejar la mente antes de trazar el camino y el norte a seguir, antes de dar un paso el falso. Porque para avanzar y llegar a tierra firme, ver de nuevo la luz del sol que traspasa nuestras pupilas, hay que ir a lo más profundo del mar. Al sótano de nuestras emociones, a ese lugar al que no queremos regresar pero que es necesario para limpiar, sacudir y abonar, como la tierra que necesita de tanto en tanto atención y cuidado.
La sacudida de los remolinos acuáticos al final suponen algo bueno, ya que empuja a la superficie todo aquello que no queríamos ver, pero te libera, al fin, de esos miedos que te paralizaban y que hoy, los reconoces y abrazas.