Tres décadas han pasado desde la promulgación de la nueva Constitución del Paraguay, la única escrita en tiempos de libertad y de democracia, la que ha podido soportar varios intentos de regresión por parte de presidentes que no han leído correctamente sus artículos y no han decidido respetarla.
Nuestra Constitución es nuestro pacto, el que hicimos hace treinta años para construir la democracia.
Todavía nos falta mucho porque carecemos de demócratas, de gente que realmente entienda que cumplir la Constitución -incluso en aquellos artículos que les perjudican en términos particulares- es la mejor garantía que tenemos todos los paraguayos de que cuando tengamos conflictos, podamos dirimir con aspectos claros y contundentes de ella.
Todavía seguimos con varios líderes políticos que no logran entender que ese es un acuerdo que nos dimos, y que sólo puede ser modificado por vía de la reforma o de la enmienda dependiendo de cual sea el artículo en cuestión.
Algunos también creen que la Constitución es una especie de fetiche, que simplemente con afrontarlo o referenciar ya todo se resuelve y todo se arregla.
Hay muchos que no saben leer bien en castellano, pero que aunque traduzcamos al guaraní o dibujemos los artículos, el que tiene la voluntad de violarla continuará con el mismo propósito.
Aquí lo que tenemos que rescatar es la necesidad de ensancharla con nuestra conducta y nuestro comportamiento. Desde allí tendríamos una Constitución que no solamente nos regule y nos ampare, sino, por sobre todo, nos proyecte como una nación democrática.